«No sé si Dios existe siquiera, aunque confieso que a veces me sorprendo a mí mismo rezando en momentos de gran temor, o desesperación, o asombro ante un despliegue de belleza inesperada.»
Jon Krakauer

«La belleza inesperada ha de ser elevada y tratada en la misma categoría que la religión.»
El villano de una película de Hollywood que ahora no recuerdo.

 

 Tengo 36 ó 37 años. Paseo con mi hijo por la playa. Es la hora mágica, que dicen los del cine, la puesta de sol cuando las pieles adquieren un tono dorado y las sombras realzan y suavizan los relieves de todo lo que ves. Llevamos en la playa desde las 10 de la mañana y estoy un poco cansado de sol, de amigos y de niños. He decidido dar un último paseo buscando algo de silencio y me acompaña uno de mis hijos que camina a mi izquierda callado. A mi derecha el mar me cuenta su ancestral nana mientras me besa los pies cuando veo a una chica saliendo del mar caminando tranquila hacia la orilla. Tendrá menos de 20 años, morena, y bajo ésta luz dorada avanza desnuda, tranquila y perfecta.

Más tarde me enteraré de que este trocito concreto de playa es la frontera entre dos términos municipales y, al no quedar claro a cual de ellos pertenece, las policías locales se abstienen de pasar por aquí, lo que aprovechan, complacidos, los nudistas. Nada de eso sé en este instante y la imagen me deja sobrecogido: De ese mar oscuro, antiguo y tranquilo, destellante de oro y blanco, va revelándose la cumbre de todos los millones de años de evolución de la vida. La más primitivas de las bellezas inconscientes pariendo la más consciente de todas las bellezas. No hay nada de sexual en los pocos segundos que dura la escena. Solo ese cuerpo anónimo y perfecto, cumbre de la evolución de la vida, portando la promesa femenina de más vida implícita en su forma, surgiendo perlado de destellos dorados, naciendo del rumor de las olas y la cálida muerte de la luz.

 Tengo 47 años. Estoy sumergido en una piscina en la cima de un monte a las tres de la mañana. Es la madrugada del domingo y llevamos desde el viernes celebrando nuestras bodas de plata en unas casas rurales en la sierra acompañados por más de cien amigos que han venido en más de 50 motos. Alguien ha gritado «Al agua» entre la música estridente, los cubatas, el suelo salpicado de cerveza, los disfraces y los bailes y allá que nos hemos lanzado todos en distintos estados de vestimenta e intoxicación alcohólica a la piscina.

Es una noche sin luna. Aquí en la sierra no hay luces en muchos kilómetros a la redonda y hay muchas, muchas más estrellas que en la ciudad. Mientras continúan las bromas gritos y chapuzones en el agua negra, me aparto a un lado de la piscina, me sujeto al bordillo y alzo la mirada hacia un cielo lleno de estrellas.

La silueta de un cuerpo femenino se alza sobre mí y se recorta contra ellas. Una silueta de mujer rotunda y bella de la que no se distingue ningún detalle en la oscuridad, salvo que está dibujada por una aureola de estrellas. Dejo de oír las bromas que la hacen reír con las manos en las caderas, dejo de sentir el agua, los empujones y el bordillo. Durante unos segundos sólo existe ese universo puro, ese cielo negro, esos millones de destellos que rodean, que acogen, que besan sobre mí esa forma femenina de diosa universal disfrutando, contemplando y cuidando el mundo, maternal y plena.

 Tengo 56 años. Estoy sentado en una silla plegable de madera en medio de la algarabía de una boda. Mi incapacidad para estar de pie mucho tiempo me ha alejado del núcleo de la fiesta, de esas bandejas volantes de canapés y de los cubos de hielo llenos de cervezas. Disfruto de la relajación que me dan dos o tres de ellas en mi estómago y sonrío rodeado de platos, vasos, fuentes y familiares. Mi hijo pequeño entra, guapo en su traje oscuro, y me hace señas para que salga fuera. «Están tocando música» me dice por señas manejando un imaginario violín.

Salgo fuera con mi cerveza en la mano y junto a una de las mesas que hay bajo una carpa, rodeada de gente que viene y va, come y bebe, ríe y habla, hay una chica tocando una viola. Me siento en la mesa lo más cerca de ella que puedo y escucho su música. Nadie salvo yo, y a ratos mi hijo, le presta atención ninguna pero ella toca centrada en sí misma. Idas y venidas de gente con vasos en la mano, bromas, gritos y banalidades se estrellan contra la frontera de su arte sin interferir con él, sin mancharlo. A ratitos cierra los ojos, es evidente que conoce la música de memoria, pero enseguida, respetuosa, vuelve a mirar la partitura para no traicionarla.

«Barroco», me digo. Imposible identificar al autor, claro. No tiene el mecanicismo de Telemann y similares pero tampoco hace nada para salirse de la forma. «No puede ser muy tardío, no hay romanticismo», me digo.

Finalmente me limito a escuchar mientras fijo la vista en su mano ágil y segura. Me cuesta centrarme en ella, demasiado ruido de fondo, demasiadas risas y demasiados gritos pero en pocos segundos aíslo la voz de la viola y me aferro a la música.

La música me llama, me atrae, me capta, me sube y luego me suelta. Me sugiere, me promete y se aleja incumpliendo su promesa… o la cumple y me llena y me besa para luego alejarse riendo de mí. Me golpea y juega conmigo, me guiña sin ojos y sin manos me aferra. Ya no hay risas ni ruido, ya no hay boda ni carpa: sólo ese señor del siglo XVII, sea quien sea, que juega conmigo a través de esa mano bailarina.

Cuando acaba la pieza nadie aplaude, ni siquiera yo. Me limito a mirarla aturdido mientras ella se sonríe a sí misma satisfecha. Me mira.

«¿Quién es?», le pregunto.

Sonríe otra vez y sólo dice una palabra

«Bach.»

Me doy cuenta de que estoy a punto de llorar e intento salir del paso con una banalidad

«Siempre me he preguntado cómo algo tan matemático puede tocarte tan dentro.»

Se encoge de hombros ampliando su sonrisa:

«Es Bach.»

No hace falta más explicación.