Nos guste o no la vida nos ha preparado para sobrevivir, pero no en este mundo. Quizá en otro, ya perdido, de crujidos de ramitas en la noche, de sustos cotidianos y de llegar vivos a la puesta de sol. Estamos preparados desde que nacemos para mirar por encima del hombro en lo oscuro, para correr ante ruidos imprevistos y para recordar lo que nos amenaza. Bien dotados para recordar lo humillante, lo doloroso, lo vergonzoso, lo que casi nos derribó, cada uno de esos malos momentos, de esas peleas pasadas y superadas con mayor o menor fortuna, sigue viviendo en nosotros, nos visitan por la noche con apremio de ser recordadas y revividas. Lo que pudimos hacer y no hicimos, lo que pudimos decir y no dijimos se nos plantea una y otra vez para no ser repetido, para que la próxima vez sobrevivamos mejor.
El precio es que no hay sitio en nuestra memoria para otras cosas que no son útiles para sobrevivir. No hay sitio suficiente en tus recuerdos, compañero, para las cosas buenas, para lo hermosamente cotidiano que construimos cada día. No hay sitio para el recuerdo del simple vivir.
Es aterrador plantearse cuántos días perfectos se han perdido en la memoria. Cuántos paseos con tu mujer, juegos con tus hijos, conversaciones, risas… cuánto de esta vida que amas se pierde apenas es vivida. Mucho más si lo comparas con la obstinada persistencia, con la desesperante pegajosidad de aquellas pocas veces que te hicieron daño, que te hicieron víctima.
Vida ¿aspiras de verdad a perpetuarte volviéndome a hacer víctima dolorida, perdedor humillado, una y otra vez con esa mezquina memoria de supervivente que me entregaste?
Vida, me lo debes. Me has robado tanto, que estás en deuda conmigo.
Vida, me lo debes.