(Antes de leer esto pásate por la primera parte, si no la has leído aún, claro.)

Apenas un café legañoso y ya estaba ahí el camión lleno de grava, arena, mallazo y no sé cuántas esotéricas cosas más intentando arrancar el cable del teléfono con la grúa de descarga. Demasiado para empezar el día. Me vestí rápidamente y emprendí veloz huida hacia la paz de la oficina.

Aquella era mi última mañana de trabajo antes de quince días de vacaciones. Tenía que cerrar un montón de asuntos y no tuve tiempo prácticamente para pensar en mi mujer y su campaña de reformar el mundo. Mientras volvía a casa a medio día, caí en la cuenta de que ella no me había llamado en toda la mañana para contarme novedades ¿Habría sido la cosa tan ajetreada que no había tenido tiempo?¿Acaso no se habían presentado el moro Simón y su sonriente peón al trabajo? Lleno de expectación me fui acercando a la puerta del jardín.

A la derecha de la puerta estaba el montón de grava. Parecía como si alguien la hubiese removido un poco. Se distinguían las huellas del coche en la grava. A la izquierda de la puerta estaba el Laguna rojo de Simón, pero no se divisaba a nadie, ni el perro ¿Se había vuelto a escapar el muy maldito? Aparqué la bici en la cochera sin encontrar signos de vida y entré en la casa. En el porche, aún encadenado estaba el perro.

-Pancho ¿Dónde está tu ama?- le pregunto. El se limita a gemir, totalmente echo un desgraciado y a mover el rabo. Lo suelto y cierro la puerta del jardín para que no se escape, que alguien dejó una oveja muerta como a un kilómetro de casa y el perro tiene la costumbre, incompresible para mí, de ir corriendo y restregarse contra ella para oler a oveja podrida, “Eau de mouton” apestosa. Chanel Nº 5, canino, vamos.

El perro Pancho en actitud revolcativa, pero sin oveja.

Me fijo en el jardín y, sí, es evidente que alguien ha estado hurgando en él, uno de los laterales del depósito de agua está arreglado y el otro a medio arreglar. Pero… ¿dónde está la gente? Dentro de casa no hay nadie, el coche no está y, sin embargo, el de Simón sí. Misterio misterioso. Me encojo de hombros y me dedico a hacer la comida mientras espero que vuelva Consuelo o que un moro me traiga una nota de rescate o algo.

Al rato viene Consuelo y me da las explicaciones pertinentes. A las 10 de la mañana no se presentan los albañiles, lo hacen a las diez y media provistos de lo que parece ser material suficiente para hacer la reforma, es decir: un nivel, un regle roto, tres destornilladores, una brocha y una sierra de metales.

A mi mujer se le cayó el alma a los pies al verlos de semejante guisa. ¿Tendría razón su padre  -gran desconfiador de moros, rumanos y humanos en general que no sean él mismo en lo que a trabajo se refiere- con aquello de “A ver si te van a engañar”? ¿Pensaban esparcir el hormigón con un destornillador y amasarlo con la brocha? El moro Simón da las explicaciones pertinentes: Esa noche alguien ha entrado en el local donde guardaban la herramienta y eso que traen es todo lo que no han robado.

En este punto es de destacar la admirable predisposición por el trabajo y el mediterráneo amor a la improvisación de nuestros amigos marroquíes. ¿Que tienes que hundir dos pedazos de muro y enlucir una pared? No importa, tienes el destornillador gordo ¿Que luego hay que repartir un camión de grava por todo el jardín? No problemo disponen de una bolsa de Carrefour y una espuerta ¿Que hay que amasar 6 metros cúbicos de hormigón? Eso está hecho, tenemos una brocha y un nivel para distribuírlo.

Menos mal que ahí estaba al quite mi suegro y su almacen de cosas perdidas, recicladas, encontradas y almacenadas “por si acaso”. De él salieron a relucir los viejos compañeros de fatigas:

Estaba La Famosa Carretilla, que ya estaba vieja y rajada por los lados cuando la rescató de un vertedero hará unos 20 años y con la que contruímos la mitad de la casa (nos prestaron otra nueva para la otra mitad) y con la que todavía pasamos los camiones de leña todos los inviernos. Sólo hubo que engrasar el eje, que chirriaba, pidiendo a gritos la jubilación e hinchar la rueda -con la bomba de aire fabricada por mi suegro, con el compresor de una nevera que se estropeó y el tubo y la válvula de una bomba de bicicleta rota- y ya había medio de transporte.


La Famosa Carretilla, obsérvese las características grietas laterales que la hacen única en el mundo. A sus pies las dos palas, el pico y la almaina.

También salió a relucir La Temida Pastera. Desechada de una obra en la que trabajó mi suegro allá por los años 70 del pasado siglo y que se agrietó por uno de los lados perdiendo agua cada vez que intentas remover la masa pero que “Está nueva”, según sigue diciendo él, “sólo tienes que poner una palada de arena encima de la grieta y amasar primero todo lo demás antes de amasar esa palada y ya está.”

La Temida Pastera con el azadón de mango artesano. Nótense las grietas del centro de la parte superior y de la esquina superior izquierda, a cubrir con dos paladas de arena.

Apareció, cómo no, La Poderosa Almaina, que ha acompañado a mi suegro desde que era joven y trabajó en el trasvase Tajo-Segura. Cuarenta años con ella, sólo le ha tenido que cambiar dos veces la cabeza y otras tres el mango. Ahora lleva un mango hecho con una rama de una higuera, un poco curvado y lleno de nudos, pero que “funciona de maravilla y si compras uno te sacan por lo menos tres o cuatro euros”.

El perro Pancho observa perplejo La Poderosa Almaina y su famoso mango.

También estaba, por supuestísimo, La Versátil Semi-Guadaña, que es el factotum de las herramientas, y con la que mi suegro podría haber sido millonario de patentarla. Se trata de una media guadaña con la que le he visto excavar, alisar, recoger, asurcar, cortar, desbrozar, amasar, llenar cubos de masa, podar y todo sin tener que agacharse, oiga. Con ella en las manos no hay tarea que se le resista, es la muerte del ocio y la unión de los dos mundos donde se ha movido toda su vida, la agricultura y la construcción.

La Semi-Guadaña, la herramienta perfecta, la unión de los mundos.

Otros protagonistas menores acompañaron a estas estrellas, El Pico, con el mango curvo y agrietado a lo largo y reforzado con alambre. Las Palas, que son dos: Una que tiene el mango sin la cruceta trasera y que, desechada de una obra, sigue prestando servicios, a pesar de ser desechada también por los albañiles que nos ayudaron a construir la casa debido a su mellado y retorcido borde. La otra, que tampoco tiene cruceta trasera, pero porque se le ha caído (cosa que se agradece, porque cuando tenía se le movía, y al empujar daba unos pellizcos en la palma de la mano que agárrate y no te menees). El Azadón, también con mango casero y mucho más nudoso que el de La Almaina… y no os cuento más, que parece que estoy criticando a estos viejos veteranos de las guerras del ladrillo, en lugar de alabar sus cualidades de perdurabilidad indiscutibles y los… digamos, intensos, recuerdos que te quedan siempre que trabajas con ellas.

El moro Simón y su sonriente peón, un tanto turbados por la visión de tanta maravilla, dejaron sus herramientas de alta tecnología en un rincón, se enfundaron su ropa de trabajo, dejando la de calle dentro del coche, y se acoplaron de manera instantánea a las maravillosas, vetustas y autóctonas, herramientas sin quejarse. Al menos en español. Trabajaron y trabajaron todo lo que de mañana quedaba y a las dos de la tarde decidieron parar para comer.

El coche estaba cerrado. Las llaves en el bolsillo del pantalón de calle. El pantalón de calle dentro del coche.

Palabrotas en árabe. Recriminaciones mutuas y reiterados intentos de forzar la cerradura del Renault Laguna dejaron perfectamente claro que ni el moro Simón ni su ex-sonriente peón, son ladrones de coches. Desesperados le piden a mi esposa que los lleve a la ciudad para comer y para buscar una solución. Ella un tanto apurada por la situación les ofrece quedarse a comer, pero…

-Tengo lentejas con chorizo ¿Vosotros coméis cerdo?

-No, Siniora. Ni bebemos alcohol.

-Mejor, porque sólo me queda una cerveza… venga os acerco.

E igual de desbordada por la situación que los dos moros ante la visión de Las Herrmientas, rompe una norma sagrada para ella misma y se va con ellos, sudorosos y aún discutiendo en árabe, en el coche y vestida con su atuendo de “estar en casa”, a saber: Una sudadera de un chandall viejo y unos pantalones de otro chandall viejo distinto, con dos agujeritos en la nalga derecha, así como sus pantuflas rosas con ositos blancos.

Esa tarde a las cuatro menos cuarto, justo cuando me iba a tumbar a echar mi hispánica siesta, llegaron los magrebíes en otro coche acompañados del hermano del sonriente peón. Salí al jardín a atar al perro, que a estas alturas ya los odia a muerte, pues es arrestado según aparecen, y después de responder al habitual “Hola, ¿Qué pasa, colega?” del sonriente peón, no muy ducho en las formas corteses españolas, el pobre, su hermano se apresuró a solicitar mi ayuda.

-Sinior ¿no tendría algo fino y largo?

Su papel en el sainete era el de abridor de puertas de coches cerradas. Lo traían como chófer y para que él solucionase el tema de la cerradura mientras ellos no perdían horas de trabajo. Me despedí mentalmente de la siesta y tras coleccionar de los cajones de la Consu, todo lo que según Hollywood, puede servir para forzar una puerta -a saber: un rollo de alambre, unos alicates, una navaja finita, una arandela de manguera enderezada, una pinzas quirúrgicas y un destornillador-, nos pasamos los siguientes cuarenta minutos forcejeando con la cerradura y las ventanillas, mientras todo el que pasaba por el camino se quedaba a dar su opinión.

-“Eso, lo que necesitáis es una varilla de aceite de Renault 11” -fue el preciso consejo de uno de ellos.

-”Dejaros de rollos y romper un cristal” -fue el consejo del siguiente, etc. etc.

Pero el hermano del Sonriente Peón era tenaz. Al final se me ocurrió una idea: “¿Y si hacemos un gancho con el alambre, y mientras uno sujeta el marco de la puerta ligeramente entreabierto con el destornillador, el otro intenta enganchar la manecilla interior?”. Diez minutos para enganchar la maldita manilla y la puerta quedó abierta.

Me retiré a mi informático mundo dejándolos en el jardín al cuidado de mi suegro, el dueño de Las Herramientas. Un par de horas después dieron por terminado el primer día de trabajo. He de decir en su honor que trabajan muy bien. En dos días han hecho la mitad del trabajo sin parar, sin quejarse, sin pedir y, sobre todo, sin abrirle la cabeza a mi suegro con La Pala o El Pico, lo cual es toda un hazaña, si se conoce a mi suegro a la hora de dirigir un trabajo.

De momento la obra está parada, que se acabó la grava y hay que volver a llamar al camión. Al final el jardín quedará bonito, supongo, pero nadie que no lea esto adivinará la cantidad de cosas que puede haber detrás de un suelo, o de cualquier otra cosa, cuando es mi mujer la que «pone las cosas en marcha».