Seis Horas
Cientos, miles de pequeños pájaros negros pasan sobre mi cabeza mientras me apoyo en el capó del coche. Miro el cielo gris con la cara levantada mientras oigo el rumor de sus alitas, disfruto el momento. Mientras espero que las personas que más amo me alcancen, sonrío y lloro al mismo tiempo porque me pregunto si esa bandada de pájaros atravesará la nube en la que en estos momentos te estarán convirtiendo.
Y es que me he adelantado, me he ido andando deprisa sin mirar atrás y esquivando los cuerpos, miradas, abrazos y besos.
Porque la puerta del horno ha sonado igual que la cámara frigorífica de Mercadona y eso me ha roto algo en ese momento. Porque sólo podía pensar estúpidamente que esa caja en la que ibas era ecológica y ardía sin residuos pero que las ruedas del carrito que la llevaba eran naranja fosforito en medio de todo el sobrio duelo.
Me he adelantado. Vale, he salido huyendo.
Porque me siento culpable por odiar las caras serias, cautas y preocupadas con la que parientes y amigos se acercan a nosotros, tus hijos, y porque soy yo, el hijo del muerto, el que acabo intentando, una y otra vez, una y otra y otra vez pasar de esas frases torpes, musitadas sin confianza, tópicas y absurdas a algo más cómodo para todos; en subrayar la alegría, fuera de lugar e inevitable, de los reencuentros, en mutar esas frases hechas a las otras frases hechas, las de todos los días.
«Te acompaño en el sentimiento.» Me dicen mirando mi hombro derecho
«No pasa nada. Es la vida» Les contesto sonriendo. Y añado, culpable por causar –pobre de mí: causar– ese momento incómodo, cosas como:
«¡Coño, Primo! ¡Qué feo y qué viejo estás!».
Y me alegro -y me vuelvo a sentir culpable, yo,- de arrancar una sonrisa a sus caras cuando sólo quiero que se vayan, que se vayan, que se vayan, que se vayan, que me dejen llorar, que me dejen volver a estar otras seis, que no cinco, horas a solas con tu digno y viejo cuerpo muerto.
Porque han bastado, pero no han sido suficientes, seis horas a solas los dos en ese silencio. Tú recién muerto. Yo vivo, alerta y sin sueño, despellejando recuerdos.
Tarde, como siempre. Callados ambos, como siempre.
Entre los dos ese metafórico cristal que tú alzaste, no recuerdo cuándo, y que yo he pulido, reforzado y mantenido intacto, sólido y palpable, durante toda mi vida y, ahora, para siempre.
Y la culpa no es de ellos con sus buenas intenciones, su propio dolor y sus propios recuerdos, que sus abrazos confortan y confortan sus besos, pero es que yo ya no puedo oír en mi cabeza -no me dejan- el Goodnight New York que te he cantado como despedida esta noche flojito en el silencio.
Porque las lágrimas que a solas limpian y lavan los recuerdos son torpes, ridículas e indignas cuando no estamos tú y yo, solos y en silencio.
Porque ese ver que mi dolor no es solo mío, que es de todos, que es compartido por ellos, no lo hace menos doloroso pero sí más pequeño porque yo -culpable otra vez- no puedo confortar a nadie a mi vez, como conmigo hacen ellos.
Así que me he ido, me he adelantado y cuando me han alcanzado he sonreído y he dicho: «Hijo, hoy es tu cumpleaños, celebremos tu vida y subamos al abuelo al cielo» . Y allá que nos hemos ido todos, aliviados -que ya está. Ya. Ya está- como si todos fuéramos felices y contentos.
Y hemos comprado la cena alegres y sonrientes. Incluyendo unas galletas Oreo que no podía encontrar entre las lágrimas y las gafas de lejos. Y hemos cocinado la cena y cantado Cumpleaños Feliz mientras yo pensaba que para entonces no debiera quedar ya sino ceniza de tu cuerpo y hemos visto el debate y bebido gin-tonic rosa y nos hemos acostado cansados y nos hemos entregado al sueño.
Y luego me he despertado a media noche y vomitado toda la cena en el retrete y todo esto en el teclado y lo subiré ahora, que no me atrevería luego más sereno.
Porque lo que de ti queda no es ahora más que la memoria que de ti guardemos y porque dicen que en Internet no hay olvido; que siempre quedan copias y copias y copias, puras, exactas, de los recuerdos y porque así me gusta pensarlo, levanto con esto un pequeño y absurdo homenaje recordando aquí esas seis horas de silencio.
Somos tiempo y somos memoria. Somos recuerdos. Igual que tú, frente a la desintegración de los tuyos, te aferrabas a nuestras fotografías -momentos congelados, recuerdos- y las llevabas contigo por toda la casa para olvidarlas en cualquier rincón luego, yo alzo este dolor, este momento, y lo dejo a las máquinas para que sean ellas las que cuiden a salvo del polvo, del óxido y el olvido, padre, tu recuerdo.
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