Los motivos de desconcierto del Hombre Desconcertado no tienen fin. Ahora, traidor de mi imagen, de mi historial y de mi fama, ahora, voy y me desconcierto yo mismo. El tema es que como si yo fuese una extraña suerte de Mercedes Sosa, voy y me enamoro, ¡a mis años!, de una bicicleta. ¡Vamos hombre!…

Pues resulta que mi hijo mediano se independizó durante un año y se fue a vivir solito a la gran urbe. Allí aprendió dos cosas: que una moto hay que mantenerla, y eso cuesta dinero, y que la dieta de soltero hace maravillas sobre esa tendencia heredada de su padre de ocupar más volumen del que en estricta justicia te corresponde. Resuelto a poner coto a ambas cuestiones, se compró una bicicleta de montaña -que digo yo que para qué, si vivimos en Albacete y aqui todo es llano- y se dedicó a desplazarse con ella por la urbe y alrededores.

Amante de la tecnología, proveyó a la bici de un cuenta kilómetros-tiempo-distancias-etc. y a su vez, él mismo, fue provisto por mi mujer -semper mater atenta- de unos pantalones de ciclista, un casco, unos guantes y varias camisetas fosforitas, para que los coches viesen bien sus 90 kilos de masa y 80 centímetros de pelo rubio galopando por esos arcenes de Dios. He aquí, pues, que así fue que durante un tiempo lo veíamos venir a comer de vez en cuando (sobre todo a final de mes) vestido de espantajo y con la cara colorada y sudorosa.

Mi hijo volvió a casa cuando la crisis le enseñó alguna que otra cosa más. La moto fue rehabilitada como transporte principal y la bicicleta, huérfana de montañas y de ciclistas, quedó almacenada en el fondo de la cochera criando polvo, telarañas y tristeza.

Y pasó otro año. Y llegó la primavera.

En una sobremesa, hablando del tiempo, surgió, no recuerdo cómo, el tema del transporte veraniego y de la bicicleta. Arrullado por la osadía que te da un vasito -o dos- de vino y atormentado por los remordimientos que te da llevar en el estómago una maravillosa comida, se me ocurrió decir:

-Ahora que va a empezar el buen tiempo, me voy a ir a trabajar en la bicicleta de Miguel.

La mofa, befa y ludibrio alzados entre los asistentes, o sea, mi mujer y mis hijos, alcanzó niveles históricos. Duró varios minutos, pero se pueden resumir en:

-¿Tú?¿Tú en bicicleta?¿Con tus años?¿Con tus kilos?¡Venga hombre!Te mueres de un patatús antes de llegar al cruce de la carretera…

Al final alguien añadió las terribles palabras:

-Además, no hay huevos…

Me sentí como que un tanto picado:

-¿Cómo que no puedo?¿Como que no hay huevos? Esta misma tarde vas a ir a la gasolinera- le encargo a mi hijo pequeño- a darle aire a las ruedas, que con mi tonelaje no me atrevo estando medio deshinchadas como están ¡Mañana voy a trabajar en bici, y os vais a comer los mocos todos!

(Nota aclaratoria del argot familiar: Comerse los mocos = Tragarse sus propias palabras. Dialecto infantil de mis niños.)

Dicho y hecho a la mañana siguiente, en el silencio de la vacía cochera me enfrento al diabólico artefacto. ¡Joder! ¡Pero si tiene hasta frenos de disco! Observo que en cada manillar tiene dos palanquitas que las bicis de mi infancia no tenían. «¡Ah, claro, las marchas! Esta bici tiene marchas… claro», pienso. Nunca he llevado una bici con marchas, pero si puedo llevar la moto, esto no tiene que ser mucho más difícil… ¿no?

-Millones de chinos y holandeses van en bicicleta por esos mundos de dios ¿no voy a ser yo capaz? Por supuesto que sí.- Me animo a mí mismo.

Saco la bicicleta de la cochera y atravieso la puerta del jardín, la cierro a mis espaldas y amenazo de muerte al perro, mi único espectador, como se oiga la más mínima risita…. Me subo a la bici y comienzo a darle a los pedales. Para mi sorpresa no me caigo. Es cierto que esto de montar en bici no se olvida nunca: después de 40 años girando los pedales voy hacia delante.

Pero ahí se acaban las buenas sensaciones. Extraño la posición, inclinado hacia delante. La inseguridad hace que agarre el manillar con los nudillos blancos y que lo haga temblar de un lado a otro continuamente… pero sigo hacia delante. Consigo tomar la curva del camino sin darme con ninguna valla o murete y allá que me voy a la oficina. Eterna e inmensa travesía de unos cinco kilómetros.

Cuando llego a la carretera, unos 800 metros, he conseguido dominar el arte de cambiar de marcha con sólo una salida de la cadena. Pero cuando empiezo a pedalear por la carretera, ¡ay, amigo!, aparecen problemas secundarios, pero terribles: Un calentamiento que deviene en ardor terrible, un dolor creciente que pasa de incomodidad a tortura declarada, se alza desde el mismísimo orto y alrededores, que diría un argentino, para llegar a empequeñecer cualquier otra sensación ciclista que pudiera estar llegando a mi conciencia.

Agradezco a los dioses el pillar el primer semáforo en rojo… y no voy a entrar en más detalles de esa primera travesía. Fue mala, dolorosa y lenta. Pero peor fué la vuelta, que llovía sobre mojado y el último tramo, que a la ida había sido el primero, de dos kilómetros sin semáforos ni excusas para parar, se convirtió en un largo calvario.

Lo de los holandeses sigue siendo un misterio para mí, pero ahora ya se por qué los chinos llevan los ojos como entrecerrados…

Había ido y vuelto al trabajo en la bici, había cumplido mi palabra, pero al verme andar totalmente espatarrado, como una suerte de Frankestein con escoceduras, la mofa, befa y ludibrio no fueron sustituidos por una dudosa ingesta de de mocos, por parte de nadie:

-¡Deshuevao!¡Ha vuelto deshuevao!- Fue el grito con el que se me recibió en casa.

Aquella misma tarde me acerque a una tienda de bicicletas y compré el sillín más acolchado y con más muelles que tenían. Con ese sillín la cosa cambió. ¡Vaya si cambió!. Comencé a ir a trabajar todos los días montado en la bicicleta. En el trabajo, una vez pasada la primera impresión, ya se han acostumbrado y nadie se mete conmigo. En casa tampoco.

Poco a poco el camino se me fue haciendo más fácil y más corto. Poco a poco empecé a disfrutar del trayecto. Comencé a echarme pequeñas carreras contra los semáforos, empecé a jugar y a disfrutar el juego de atravesar la ciudad, a probar rutas nuevas y más largas, a sentirme satisfecho cada vez que llegaba a casa o a la oficina…

Y en esto llegó Agosto y con él las vacaciones. Les tenía miedo porque sin el acicate de ir a trabajar ¿quién sabe si seguiría montando en la bicicleta? y pasadas las vacaciones, ¿quién sabe si volvería a coger la bici? Por tanto me hice el propósito firme de no dejarlo. Dejé la alarma del teléfono activada todos los días a las 9 y durante este mes de agosto le he dedicado las mañanas al ciclismo.

He batido todos mis récords (cosa fácil porque todos eran cero, claro). He llegado a hacer 32 kilómetros sobre la bici de montaña, a la que he puesto ruedas de carretera, que van mucho más suaves. Cada día que salgo me hago un mínimo de 20 kilómetros alternando días fuertes con días flojos y días de descanso. Me he comprado camisetas fosforitas también. He sudado, he jadeado y me he sentido de maravilla al terminar todos y cada uno de los paseos. Ahora he decidido comprarme una bici de carretera y he apostado por el ciclismo como «mi deporte», que me hacía mucha falta tener uno, oiga.

Desconcertado por mí mismo ¿quién me lo iba a decir? El ciclismo nunca me ha llamado la atención, ni como práctica ni como espectáculo, pero se ha cruzado en mi camino casi sin quererlo y uno, a estas alturas de la vida, no puede permitirse el lujo de rechazar las escasas oportunidades que se le presentan de entusiasmarse por algo ¿No creéis?.