Algo vive en el sótano que llevamos dentro. Un algo escondido, ignorado, pero no inerte ni muerto.

Son cosas que están ahí, amigo mío, escondidas, calladitas, pero vivas.

Basta un pequeño resquicio en tu suelo -un poema, una foto o una llamada de teléfono-, para que suban y se te agarren a la garganta y la cierren, para que se metan en tu mirada y la enturbien, para que entren en tu pecho con una agridulce puñalaíta.

Nunca miro viejas fotos, ya lo sabéis, pero, a veces, parece que las viejas fotos sí me miran a mí. En estos días han llegado a mí unas cuantas de mi infancia. Mías, de los niños que crecieron conmigo y de mis mayores, la mayoría ya devorados por el tiempo.

He mirado cuidadosamente, con el zoom activado, todos esos rostros intentando recordar, revivir -sin éxito- aquellos momentos. He explorado sus miradas y he visto ternura ante lo que éramos y orgullo y confianza en lo que íbamos a ser…

… y me siento interrogado por esos ojos que no llegaron a ver lo que ahora somos y no tengo respuesta a esa pregunta que oigo con la voz de los muertos:

«¿Valió la pena? Tanta ilusión y esfuerzo puestos…»