Sospecho que el argumento de estos relatos se hace repetitivo: «Pobre marido ve su vida alterada por la hiperactiva mujer». Pero, compañeros, es un retrato de la realidad incontestable. Pareciera que me paso la vida encontrando nuevos puntos de equilibrio que ella disfruta desestabilizando.

Veamos: Soy español. Me gusta la siesta.

Eso ha sido una verdad desde que el mundo es mundo. Cuando ella decidió que el fuego se tenía que ver bien visto, yo abandoné mis clásicas «siestas de pijama, padrenuestro y orinal» y las sustituí por «roncaeras en el sofá al calor del fuego».

No me ha ido mal. En la penumbra de la sobremesa de invierno me tumbo en el sofá, me tapo con una mantita y contemplo el fuego sintiéndome hermanado con miles de generaciones de cavernícolas que dormían sus siestas al calor de sus fueguitos. Me gusta despertar poco a poco y ver cómo los troncos que alegres ardían ahora emiten un acogedor calorcillo con sus agradecidas brasas.

No me ha ido mal, repito. Casi llegué a darle las gracias por todo el asunto de la chimenea. Lo malo es que se ha dado cuenta, claro, y en su mente asombrosa ver que un cambio me ha gustado implica un permiso automático para cambiarlo todo.

Veréis, todo empezó con la botánica.

Frente nuestra casa tenemos un pequeño jardín de unos 300 metros cuadrados. Es el reino de mi suegro, que nos hace de jardinero en ratos libres, de mi mujer, que le hace de pinche de jardín, de Pancho el perro, los pájaros, los gatos, las arañas y demás fauna Castellano-Manchega. Yo tengo un pacto de no agresión con el jardín: No me meto con él y él no se mete conmigo… hasta ahora.

Los árboles han crecido después de quince años y en verano cubren todo con su sombra, lo cual está muy bien, claro, pero en invierno también lo cubren todo con su sombra y eso ya no está tan bien.

«Cariño, el comedor se nos ha quedado oscuro. No entra luz suficiente por las ventanas» empezó a ser un soniquete demasiado repetido en nuestras conversaciones.
«Es por los árboles. No los vas a cortar ¿verdad? Y no podemos hacer más ventanas, que darían al camino y daríamos el espectáculo a todo aquél que pasase por aquí -suele ser con pequeñas variaciones mi respuesta-. Además eso sólo pasa en invierno y se hace de noche muy pronto, no hay problema.»

Pero sí que lo hay, sí. Efectivamente no podemos hacer más ventanas y eso no ha servido más que de acicate a su perverso cerebro de reformista aficionada. Tras dos años de darle vueltas al tema, un día recibe una llamadas de teléfono y se encierra en la habitación para contestarla.
Conciéndola como la conozco elevo una pequeña oración: «Que sea una amiga divorciándose o un amante pidiendo cita, o algo… Todo menos alguien dándole presupuesto para algo, por favor Señor…»

Naturalmente el Dios de turno debería estar en su propio sofá con su propia chimenea porque, efectivamente, era alguien dándole presupuesto para…
«¡Cariño, para darle luz al comedor vamos a hacer un Tragaluz de Pavés!»
Una vez informado de que el pavés es una especie de ladrillo transparente y no una variante de la mortadela, como yo creía, Me hago a la idea (me doy por follado, vamos, que diría el cura del chiste) y me resigno.

Unos cuantos días después vuelvo del trabajo y me encuentro, ¡Otra Vez! La casa llena de escombros. Un hermoso agujero tapado con pavés ilumina el caos de escombros, muebles retirados, escaleras de los albañiles, sábanas por el suelo para proteger la santa tarima… etc. Me armé de valor y le hice una foto al desastre. «A internet vas», le amenacé, cosa que le dió lo mismo.
Los albañiles se han esforzado y han terminado el trabajo muy barato y en una sola mañana. Mi único consuelo es que Pancho les ha mordido a los dos. Buen perro.

Mi amada esposa reluce de felicidad ante el estropicio y hasta consiente en posar entre el maldito agujero y su amada chimenea.
Le reconozco que sí, que ahora hay mucha más luz y todo eso. Le ayudo a limpiar y recomponer el maltrecho salón y entonces empiezan los problemas. Es la hora de la siesta.

¿Os he mencionado la deliciosa penumbra invernal donde crepitan alegres las llamas recordándote lo afortunado que eres al disfrutar su calorcito en tu sofá favorito? Pues olvidaos de ella. Un sol despiadado, blanco, amenazador lo llena todo. Un sol al que le encanta resaltar las huellas de los gatos en la tarima, los cercos de los vasos en el cristal de la mesa y las cicatrices de las muchas reformas en las paredes. Un sol perverso al que le encanta dibujar líneas luminosas sobre la cara de Patricia Conde en la tele y que disfruta, pero que disfruta de verdad, deslizándose por entre mis párpados y no dejándome dormir la siesta.

¿Os he mencionado el baile hipnótico del fuego ante mis ojos mientras me abandono al dulce sueño? Pues olvidaos de él, que ahora no se ve nada más que el sol rebotando en el cristal de la chimenea y las pobres llamas nacen y mueren en una triste soledad, sin nadie que las admire. Podéis comprobarlo en la segunda foto, donde parece que hay fuego y no lo hay, es el maldito sol suplantándolo sin verguenza ninguna.

El primer día lo intenté tapándome los ojos con un cojín. Imposible. Me desperté como cien millones de veces en media hora. En cuanto relajaba un poco el cuello un rayo de ese sol se colaba en mi ojo y me retorcía el párpado inmisericorde.

Me quejé, claro. Amenacé con pintar de negro todos y cada uno de los cuadraditos de cristal si no cubría inmediatamente ese maldito agujero con una cortina, persiana o similar.
Al final ella lo solucionó a su manera. Escarbó en su armario y me apareció con una camiseta negra de algodón, recuerdo de alguna concentración motera, y me invitó a cubrirme los ojos con ella al echar la siesta. Adios cavernícolas, adios autohipnosis. Grité y amenacé más… pero ya adivináis el resultado.

Así que ya sabéis, si venís a casa alguna vez y véis una camiseta negra sobre el respaldo del sofá no preguntéis qué hace ahí. Si entráis en el salón y veis a alguien tumbado en el sofá con esa misma camiseta enrollada a modo de venda sobre los ojos no asumáis que es un secuestro o algo por el estilo. Soy yo ejerciendo de marido español, intentando, entre ronquido y ronquido, no caer en el divorcio ni en el asesinato.

Eso sí, si venís a medio día, por favor traeros las gafas de sol.

Puta botánica…