La luz frente a la ventana
La luz frente a la ventana

Dejas la luz encendida por la noche, cuando vas a dormir, como una última tabla de salvación antes de sumergirte en la oscuridad del sueño y en sus engañosas luces. No soportas la idea de diluirte, de perder los amarres a lo que eres, a lo que has elegido ser, ni siquiera por unos minutos.

Dejas la luz encendida para que esa luz te diga que todo sigue en su sitio, que todo está bien, que el mundo que has construido y cuidas sigue tus pautas y tus gustos.

Si se va la luz a media noche despiertas sobresaltada. Da igual que yo te hable, da igual que entre luz por la ventana. Tú necesitas que luzca tu propia luz, la que tú enciendes, la que controlas. Te levantas pues, buscas una vela, un candil. Te aferras al fuego, el consuelo ancestral que en miles de noches frías y oscuras tranquilizó a quienes te precedieron en ese miedo a dejar de ser durante unas horas.

Dejas la luz encendida cuando salimos de noche, para que la casa permanezca viva, expectante, para que esa luz interior que anuncia desde fuera la calidez de tu hogar, de este espacio moldeado a tu medida, nos reciba ya desde el jardín, desde el camino incluso, como una promesa de suavidad, de seguridad.

Y en estos días, en los que las rutinas interfieren y te mantienen lejos de casa tantas noches, yo -que tan a gusto me movía en la oscuridad, que tan protegido me solía sentir por ella- dejo tu luz encendida.

Para que la casa no deje de ser tuya, para que no se pierda tu aroma, tu ambiente. Para que el vacío que dejas no sea absoluto, para que de alguna manera sigas con nosotros, dejo tu luz encendida toda la noche.