Desde hace muchos años, desde que tengo una casa, un hogar propio, no me gusta la noche en la ciudad. Las calles de noche son frías.
Las fachadas de las casas se convierten en muros que separan vidas, ya no son el decorado de los paseos mañaneros. Las ventanas parecen reprocharte con sus ojos luminosos tu paso por la oscuridad.
Todo el mundo se dirige a algún sitio con un vago aire defensivo, el mismo de quien se sabe fuera de lugar. Las chicas bonitas ya no se contonean orgullosas de su juventud, más bien parecen querer fundirse con las paredes, pasar desapercibidas. Los abrigos, si es invierno, se convierten en el límite de la coraza que te protege de la oscuridad. Los desconocidos, sobre todo los jóvenes en grupo, parecen adoptar un cierto aire amenazador.
No me gusta la noche. Me hace sentir desplazado. Me hace añorar el calor y la luminosidad de nuestra casa.