Hacía tiempo que amenazaba con ello. Mi mujer no descansa. No creáis que porque yo soy tan parco en ampliar los relatos ella se está quieta y no haya nada que contar.

El año pasado os ahorré la historia del suelo del jardín, llenito de cementaco por una banda de Rumanos mafiosos que creían que aquello era un bar. El anterior callé la de la valla antiperros, que divide el jardín en zona humans-only y la zona mixta, y de la decoración que hizo con ella a la puerta del coche. Tampoco os conté la reforma del comedor con su mesa y sus sillas Luis siete y medio,  la araña de cristal de 12 bombillas y el gitano gay. Ni siquiera os hice partícipes de cómo mi esposa acabó vendiendo gallinas de lidia por los mercados medievales de los pueblos de la mancha.

Pero es que ahora viene con los palets.

Una terrible combinación esa de la mujer hiperactiva y el youtube. No son las tormentas, ni los cometas, ni las fuerzas tectónicas las que modifican el mundo: son las mujeres de mediana edad aferradas al youtube. Os lo aseguro.

Todo empezó cuando abrieron un bareto que ofrece cañas baratas y que tiene los muebles hechos con lo que parecen palets. Ya sabéis, esas estructuras de madera que sirven para llevar de todo y para encender la estufa, perdón chimenea, una vez convenientemente troceados.

El caso es que la idea le gustó, miró por youtube y, claro, ahí estaba todo explicado. Se le notaba inquieta en los últimos días y finalmente lo soltó:

Más o menos tal que así
Más o menos tal que así

— Mañana voy a buscar palets y voy a hacer un sofá, no mejor aún una chelón —fonética aprendida de un vídeo de youtube explicado por un portugués cincuentón—, para el jardín.

—¡Pero si en el jardín ya no cabe nada, con las tres mesas, dos tumbonas, doce sillas de brazos, la barbacoa portátil y la bolsa de carbón del año pasado!— protesté por inercia, que ya sabía desde hacía tiempo lo que se me venía encima.̣

—Las mesas de hierro y cemento las voy a reciclar (como suponéis hay otra historia en esas mesas que también os ahorro)— dice con esa seguridad de quien lo tiene todo pensado y previsto.

—¿Qué vas a hacer con ellas?— pregunto.

—Ponerlas por allí— dice haciendo un vago gesto hacia la leñera.

—Vale. Ya veo— Me resigno —. Pero a mí no me líes que bastante tengo con la instalación de las farolas esas que has comprado y la reparación de la valla que rompiste.

—No te preocupes— me dice—. Yo me encargo de todo.

Al día siguiente se pasea por toda la ciudad porque alguien le había dicho que «Los palets los encuentras por la calle cuando cierran las tiendas», o algo así. Naturalmente no encuentra ni uno. Está toda la noche inquieta y se levanta a las 8 de la mañana del día siguiente para desmontar el montón de palets que tiene su padre al fondo de la huerta para encender fuego.

Vuelve llena de polvo, con algún que otro raspón y la mirada un tanto desesperada.

—No vale ninguno— me dice mientras yo intento tomarme un café intentando comprender quién pacta con quién y porqué y por dónde en el baile post-electoral que me cuenta el telediario matinal —. Estan todos podridos y no son europeos, además.

Como no quiero abundar en el tema de la xenofobia paletera no digo nada. Se sienta, abre su ordenador y busca en internet precios de palets. Está un rato callada y de repente exclama

—¡Y una mierda voy a pagar 13 euros por un palé!

—Vale. Asunto resuelto— le digo.

—De eso nada. Ahora mismo voy al almacén de ladrillos que hay más abajo a ver si ellos tienen.

Tenían. A las dos horas vuelve con una furgoneta detrás que se pone de culo y vomita 12 palets, de unos 20 kilos de peso cada uno.  ¿12? me pregunto. ¿240 kilos de madera para hacer una chelón? Va a ser una chelón muy gorda, me temo. Pero ella está radiante. El chaval de la furgoneta suda y jadea moviendo todos esos palets bajo un sol de justicia. Ella le da una palmada en la espalda y una sonrisa como propina y le cierra la verja en las narices después. Viene hacia mí, que contemplo la pavana desde el porche.

—¿Ves? ¡Sólo tres euros cada uno!

La del abuelo, más o menos
La del abuelo, más o menos
Al día siguiente se pierde en el Leroy-Merlin y vuelve llena de paquetes y cajas. Ha comprado una lijadora eléctrica, un montón de láminas de papel de lija para la lijadora, tapaporos, barnices, etc. etc. Sin quitarse la ropa de calle ni los tacones, impaciente por ver cómo lija, la desenvuelve, saca una lámina de papel de lija diciendo:

—Cuanto más pequeño es el número más gorda la lija— y con una mirada despectiva al manual del usuario que aún sigue en la caja, se dirige al jardín.

Después de unas pruebas dubitativas, le pilla el tranquillo y pone a zumbar la lijadora a tutiplén. Esa tarde se lijó dos palets enteritos, gastó la mitad de los papeles de lija que tenía y montó y desmontó la «uña», accesorio para lijar rincones pequeños, que incorpora la lijadora, dos veces.

A la tercera redondeó la cabeza del tornillo que sujeta la uña y no se puede desatornillar. Me lo trae, lo miro, lo intento y emito mi diagnóstico:

—No se puede así. A lo mejor los de la tienda tienen alguna herramienta especial o algo, pero yo no puedo quitarlo sin romper nada.

Ella lo agarra lo mira, saca la lengua, afianza la pieza y la desatornilla de un tirón… dejando la mitad del plástico pegada a la máquina.

—¡Pero mira que eres Brutísssma!— le digo. Ahora la garantía ¿qué?

—No pasa nada—, dice muy convencida. —Vamos al Leroy a ver que me dicen.

En el Leroy aparecemos con la lijadora, el tornillo descabezado y las dos medias uñas. No os voy a detallar lo que allí ocurrió. Tan sólo sabed que nos tuvieron que atender tres dependientes, tres, en riguroso turno. Que en el camino nos peleamos con un señor desagradable que allí, había, nos compramos un rodillo lijador (dependiente uno), que lo cambiamos por más hojas de lija (dependiente dos) y más tarde por unos discos de lijar para convertir la radial del abuelo en una lijadora (dependiente tres). Una bolsa de tornillos de regalo, un destornillador plano del Nº 2 para los mentados tornillos, dos puntas para el destornillador eléctrico y no recuerdo qué más.

Cuando llegamos al jardín… llueve. Una tormenta de las que en Albacete se forman en Junio de manera habitual.

—¡Llevamos sin que caiga una gota desde ni se sabe y tiene que llover la tarde que tengo el jardín lleno de palets!— exclama amargamente.

—No pasa nada mañana lo lijas todo—. Le digo tranquilizador.

Al lije-lije
Al lije-lije

Al día siguiente se levantó temprano y lijó palets con la radial del abuelo hasta que deshizo el disco de lijar. Cortó palets con la sierra de calar del abuelo hasta que no hubo más que cortar y presentó la cheslón a lo bruto en su sitio.

—Mira ¡Ni siquiera tengo que ponerle clavos!— me dice contentísima. —Mañana lo voy a terminar de lijar y empezaré a barnizar y a encargar los cojines y ya verás.

Esa noche se nos estropeó la instalación eléctrica de la casa. Estuvimos dos días sin luz y sin poder lijar nada. Finalmente, ayer por la mañana la luz se restableció… y por la tarde cayó la tormenta y granizada más gorda de los últimos años. Todos los palets chorreando. Ni pensar en lijar ni en nada.

Para mañana ha citado a media familia para que le ayuden a lijar y barnizar… pero anuncian lluvias todo el fin de semana. En previsión he buscado por los cajones todos los sobres de tila y valeriana que he podido.

Esto va a ser interesante.