Imprevisto
Imprevisto

Es increíble la velocidad con la que el agua puede dejar unos pantalones vaqueros como una especie de cartón mojado y frío que se pega a tus piernas de forma desagradable. Es inquietante notar cómo poco a poco, se va metiendo por las costuras de tu cazadora, la misma en cuyo bolsillo interior llevas el nuevo teléfono, ese del que has oído que es muy sensible al agua. Es desagradable notar cómo de tu pelo empapado va chorreando agua por tu espalda y, finalmente, es aterrador lo poco que se ve con los cristales de las gafas llenos de lluvia mientras los frenos de la bici parecen haber desaparecido.

-¡Tonto, tonto, tonto y tres veces tonto!- te vas repitiendo como un mantra una y otra vez.

Tonto porque a pesar de haber llovido sin pausa toda la noche, no has hecho caso a la amenaza de las nubes que aún permanecían, como aguardándote, en el cielo y no has cogido el chubasquero -«Por lo menos las alforjas son impermeables»,piensas-.

Tonto porque has permitido que tu frigorífico quede tan vacío que sea imperativo ir a comprar si quieres comer…

Y tonto porque has elegido el peor momento del día para salir de casa con la bicicleta.

Bueno, de ésto último no tienes la culpa: tu mujer se ha llevado el coche para todo el día según las órdenes emanadas de El Cuadrante (léase con voz de Constantino Romero borracho en una teletienda).
Te espera un día enterito de trabajo en casa, una solitaria orgía de programación e Internet, y has preferido salir antes que nada para luego no tener que interrumpirla, que las orgías son cosa seria.

Una vez en el supermercado, te secas la cara con un pañuelo, las gafas con otro y recorres los pasillos dejando gotitas detrás de tí mientras ruegas a los dioses que escampe para cuando termines.
Haces tu compra a toda velocidad, añades medio salmón -«qué caro está hoy»- en un antojo repentino, pagas mientras la cajera asombrada contempla tus maniobras para que te quepa todo en las alforjas (mojadas por fuera, secas por dentro) y enfrentas otra vez el aire libre.

Llueve.

-En fin, no me puedo mojar mucho más de lo que ya estoy- te dices.

Sales y mientras cargas las alforjas en el transportín de la bici y enciendes las luces, te viene a la mente el título de la novela de Juan Madrid, una más de las que tienes en «Pendientes»: Los hombres mojados no temen la lluvia.

Gene Kelly me comprende
Gene Kelly me comprende

Eso te levanta una sonrisa y una ola de «Optimismo de frase de Facebook» te invade:

«Cuando estás en fondo del pozo sólo queda subir hacia la luz»

«Si la vida te da limones, hazte una limonada»- con agua de lluvia y sacarina por supuesto-.

«Si lloras por la pérdida del sol, te perderás el brillo de las gotas de agua que despide la rueda de tu bicicleta», etc. etc.

Y con ese ánimo emprendes el camino de regreso. Coches con luces encendidas y parabrisas a toda leche te salpican con sus ruedas mientras sus cabreados ocupantes pretenden ignorarte. La lluvia del regreso encuentra a su prima, la de la venida, y deciden hacer una fiesta en tus pantalones y tus zapatos… pero no te importa. La gente, la poca gente que se atreve a caminar, pasa agazapada bajo sus paraguas mirándote como con lástima.

-¿Que sabréis vosotros?- te dices a ti mismo mientras sientes el agua lavarte los párpados – La lluvia es un estado mental…

Y entones te cruzas con otra ciclista.

Tendrá unos treinta y tantos, rubia y pequeñita. Monta una mountain-bike que le viene grande y viste una sudadera, unas mallas y un casco de ciclista de carretera. Evidentemente ha salido a dar un paseo y, tan tonta como tú, se ha encontrado el mini-diluvio por el camino. Ahora, por la dirección que lleva, se dirige a su casa hecha una sopa. Vuestras miradas se cruzan y le sonríes. Su cara se ilumina con una sonrisa preciosa. Dura apenas un segundo hasta que os sobrepasáis pero es tiempo suficiente para dejarte la sensación de haber vivido un instante especial.

En medio del tráfico asqueroso y de la lluvia pegajosa, esa sonrisa ha destellado como un relámpago. Ha habido en ella complicidad, alegría y comprensión. Durante un momento ha hecho retroceder esa penumbra gris que os envolvía y ha confirmado aquello de que cuando no estás solo tus pequeñas locuras tienen algo más de sentido.

Inmediatamente una furgoneta ha pisado un charco añadiendo algo de barro al agua de tus zapatos. Tampoco te ha importado.

Has llegado a casa aún con esa sensación de privilegio de haber vivido algo bueno y, temeroso de que ese instante, ese brillo fugaz, esa pequeña comunión se pierda «como lágrimas bajo la lluvia» que decía el repricante, te has apresurado a compartir este recuerdo en la torpe y falsa inmortalidad de Internet y de la memoria de los que leáis esto.