El parque de la Pulgosa
El parque de la Pulgosa

Un hombre viene corriendo hacia mí, sus sesenta años y sus 20 kilos de sobrepeso, junto con su cara colorada y congestionada hacen pensar que esto de correr lo va a matar de un infarto de un momento a otro. Si sumáis a eso que la única pista de que está haciendo deporte es el sitio, la hora y las zapatillas de tenis -viste unos pantalones de pana, una chaqueta de punto verde y una braga de cuello- se podría pensar que huye de algo.

Inmediatamente me lanzo a fantasear: El médico le ha dicho que tiene azúcar. En su casa dice que sale a caminar pero ellos no saben que corre -«Papá, ten cuidado que ya no eres un niño»-. Aún se siente fuerte y capaz y corre, para olvidar la puta jubilación, los dolores, las partidas de cartas y la vallas de las obras. Para seguir siendo él, y no un jubilado más.

Una chica lo sigue a unos quinientos metros. La miro a placer desde lejos, porque he aprendido que las chicas que corren nunca te miran a ti a la cara, lo que te deja el campo libre. Le sobran unos 10 kilos, no más. Mediada la treintena, con unas mallas que resaltan sus generosos, pero aún no gruesos, muslos. Lleva media melena, una cinta en el pelo y la cara bonita y congestionada. Corre esforzándose mucho, es lo primero que ha atraído mi mirada, lleva los puños demasiado altos y bracea con energía desde el hombro.

Vuelvo a fantasear: Después de un divorcio prematuro, ha dejado a su hijo con su madre y se lanza decidida a volver a ser la que era. Corriendo así no huye de nada: empuja, aparta, desbroza y abre nuevos caminos donde su determinación y voluntad son los motores y son, ¡ay, ingenua!, suficiente.

Mis firulillo-asics
Mis firulillo-asics

Una pareja en bicicleta se cruza en mi camino, él unos años mayor que ella. Los dos muy puestos de equipación y bicicletas de carbono. Él va delante, serio y como enfurruñado. Ella va detrás, como renuente, como obligada.
Les pongo historia: Tienen problemas de recién casados. Pretenden mantener el espíritu deportivo y de pareja de cuando eran novios pero ahora no hay madres que hagan las cosas en la casa y ella preferiría haberse quedado ordenando, limpiando y dándose un paseo por la semana fantástica del Corte Inglés, antes que estar zascandilenado por estos pinares pedaleando contra el viento bajo las nubes.

La chica empujaba, el viejo huía, y yo no sé por qué corro. Pero me gusta pensar que en las cabezas de todos esos corredores aparezco con alguna película detrás, tal como ellos aparecen en la mía. ¿Acertarían?

Es domingo por la mañana. Hace un día, como digo, ventoso y nublo que no amenaza lluvia. No hace demasiado frío y en lugar de pelearme con la elíptica en la cochera, me ha apetecido correr. Me calzo mis firulillo-asics (llevo años leyendo «basics» a tenor del logo que llevan, hasta que me he enterado que es un logo, un firulillo con algún sentido esotérico que se me escapa) blancas, me pongo mis mallas negras con rayitas naranjas en lugar de pantalones, una camiseta a medio uso y un polar de ciclista verde que me viene grande y, como no me apetecía hacer el circuito de siempre, he cogido la bicicleta y me he trasladado al parque de «La Pulgosa», a unos dos kilómetros de casa.

Este parque es el aliviadero ecológico de Albacete. Antes estaba más lejos, había que venir en coche y todo, pero desde que la ciudad ha crecido se ha quedado cerquita y la gente va caminando o en bicicleta. Amarro la bicicleta a un poste, me guardo las llaves en el bolsillo derecho que las mallas llevan para eso, en el izquierdo llevo el teléfono llenito de música y un cable sale de él por debajo del polar hasta los auriculares. Hago unos pocos estiramientos y empiezo a correr.

He hecho un descubrimiento. Nunca me darán ningún premio por él, lo sé, pero dejadme que lo deje por escrito: Tachín, tachín, con música se corre mejor, prrrom pompom.

Os lo aseguro. Anima, te distrae, te ayuda y te aísla de tus penosos jadeos, resoplidos, crujidos y demás. Música animada, con bombos machacones, a dos por dos a ser posible, que te indiquen el ritmo de la zancada, con letras entusiasmadas que te levanten el ánimo. Hop, hop, tachín, tachín, ya os digo. De que te quieres dar cuenta has hecho tu circuito y encima has pasado un buen rato. Si los auriculares son buenos, a veces, puedes hasta descubrir sutilezas y cosas curiosas en las canciones o, como a mí me ha pasado, aclarar viejas dudas en sus letras.

Por ejemplo: En la canción de Café Quijano «Nada de nada»… ¿decían en el estribillo nada de nada o nada de ná? y en la canción «Desde Brasil» ¿las segundas voces decían, como me parecía a mí con los viejos auriculares «tres tetas»? Son dudas que tras unos días corriendo con ellos en las orejas pude dirimir sin más problemas.

Bartoli Calva
Bartoli Calva

Pero hoy ha sido distinto. Hoy me he acordado, no sé por qué, de un anuncio de un juego de ordenadores que planteaba escenas de intensísima acción, con una música lenta y preciosa de fondo. ¿Por qué no probar el experimento?. Ni corto ni perezoso, he cargado en el teléfono «Mission», el último trabajo de Cecilia Bartoli -pronunciado Chechilia Bártoli, segun ella- que me regalaron en navidad (gracias Miguel) y que aún no había explorado como se merece.

Comienzo a correr y me encuentro, como casi siempre, mal. El cuerpo rígido, el suelo duro, el esfuerzo penoso, los hombros rígidos, los impactos excesivos. Como siempre. Pero no hago caso a nada de eso, que ya me lo conozco. Son las quejas que los distintos elementos de un colectivo plantean cuando se les exige un esfuerzo. Algo así como le pasa al gobierno con esto de los recortes, vaya, que todos se le quejan… y, en principio, no hay que hacerles caso.

Tras unos minutos, hay sistemas que comienzan a funcionar mejor. Los brazos, se relajan, los músculos se calientan y dejan de quejarse, el suelo parece ablandarse según la zancada se acomoda… pero yo no me doy cuenta. La música se me ha llevado a otro mundo. Una parte de mi mente sigue negociando con los sindicatos de mi cuerpo -en especial el de controladores de rodillas, que son duros en la negociación, los jodíos-, otra parte juega a poner vida e historia a los personajes con los que me voy cruzando y todos, sindicatos y personajes, forman una opereta extraña y ruidosa que es poco a poco silenciada cuando asiste pasmada y reverente al contraste de esa música superponiéndose a todo lo demás.

Creo que es en el aria «Amami, e vederai» donde alcanzo el nirvana. Cuando acaba me descubro como a un kilómetro y medio de donde estaba cuando empezó. Teletransporte musical puro y duro. Mis rodillas, pasmadas, se han quedado calladas y embelesadas. Mis pulmones han prescindido de la respiración durante esos tres minutos. Hasta los demás habitantes del pinar han abandonado sus biografías e historias para pasar ante mí con un respetuoso silencio.

Cuando, cuarenta minutos después, he vuelto a montar mi bici para volver a casa, llevaba a cuestas una curiosa sensación de haber vivido algo importante y, con esa necesidad de traspasar lo inefable, con esa cualidad expansiva que tienen las cosas buenas, con ese necesitar compartir lo que de bueno pasa en nuestras vidas, me he apresurado a contarlo aquí.