Desde que un colega motero subió un post a un foro titulado «Shordi, me encanta el higo de tu mujer», ha sido largo y profundo el cachondeíto sobre el tema.
El caso es que tenemos en la huerta un par de higueras que todos los años -con permiso de las bandas de gorriones, tordos, mirlos, ratones y demás fauna castellano-manchega-, nos inunda durante unas semanas de cientos de deliciosos higos.
Hace ya algún tiempo que mi mujer aprendió a hacerlos en conserva. Una olla enorme llena de la proporción adecuada de higos, azúcar y no sé qué ingredientes más cociendo un trillón de horas, daban como resultado unos higos de color miel oscura nadando en una especie de almíbar que sólo con olerlo provoca comas diabéticos varios.
A mí no me gustan especialmente, ahora que no me oye, que tantos años de dietas y sacarinas me han hecho refractario al exceso de dulce, pero entre la gente normal tenían mucho éxito.

Tales higos se comen, como casi todo lo típico, con su ritual, a saber:
Cójase un vaso de vino vacío y métase un higo dentro. cúbrase hasta la mitad con el almíbar del propio higo y un chorrito de orujo, cazalla o similar para matar el dulzor.
Muévase el higo arriba y abajo mientras se habla de lo buenos que estaban los gazpachos, el arroz con conejo o lo que sea que haya sido el plato principal de la comida y vayan dándole mordiscos al higo. Una vez terminado bébase poquito a poquito el almíbar, siendo optativo el complementarlo con otro higo o diluirlo con un poquito más de orujo.

Pero esta año la cosa ha sido distinta. En un arranque de innovación y al grito de «Este año mermelada» se ha lanzado a esos gugles de dios y ha seleccionado una receta esotérica de mermelada de higos.

Por decreto de los dioses la receta en cuestión comparte con la otra aquello del trillón de horas de cocimiento, cosa peligrosa porque le da tiempo a pensar, y pensando, pensando, tiene una iluminación del cielo: «Le voy a poner nueces y almendras».

Dicho y hecho, sienta en el jardín a sus ancianos padres provistos ambos de mazos, martillos y tablas protege mesas, coloca en el centro una bolsa de nueces y un saco de almendras y, como forzados haciendo gravilla para carreteras, los tiene una mañana entera casca que te cascarás ante la mirada asombrada de los perros.

El resultado final es néctar de dioses.

Mejunje diabólico, destructor de voluntades, cerrador de ojos y vibrador de mucosas nasales -mmmmmmm qué buenoooo mmmmmmm, dicen todos- es metido, dada su alta peligrosidad para las básculas de baño, en la extensa colección ad hoc de botes de mermelada light que he ido coleccionando a lo largo de un año entero de tostadas Dukan.

-«Le voy a dar a mi hermana, que ha comprado el azúcar, y a mis otros hermanos, claro, y a mi amiga Tere, la de la faja, y voy a llevar alguno al trabajo, y… ¡Necesito etiquetarlos!» -se vuelve hacia mí y la veo venir- Cariño, diséñame unas etiquetas para la mermelada y así se sabrá qué es.

Dicho y hecho, busco pegatinas y adorno las etiquetas con la imagen de Campanita que ella lleva tatuada en el culo al final de la espalda. Añado la lista de ingredientes y no me rompo demasiado la cabeza con la marca comercial, que digamos. El resultado es el que véis al inicio de este post. Pegadas en los botes quedan tal que así:

La primera serie de botes se evapora ipso-facto y es fabricada otra más. Sin embargo esta vez no consigue engañar a los abuelos partidores y yo, armado con la cámara, soy testigo de su determinación al salir después de la siesta, aún con el pijama -de invierno, que empieza a refrescar, oiga- a partir y partir almendras

Nótese la cafetera turca en la mesa, a ser rellenada de almendras partidas y la cara de férrea determinación de hacer una obra de arte o de no machacarse un dedo con el martillo, lo que ocurra primero.


Le hace compañía del perro, que ha aprendido que si pone cara de expectación durante el tiempo suficiente, alguna almendra le cae.

Finalmente soy descubierto como paparazzi y el careto consiguiente me indica que mejor lo dejamos estar.

Sirva esta entrada en el blog como venganza a todas esas irrefrenables cucharadas de mermelada que me veo obligado a robar de la nevera cada vez que paso por delante de ella.

Si el doctor Dukan me viese… seguro que me perdonaba después de probarla.