Si no reconociese que, de una forma lejana y difusa, pero real, me sentí cohibido de explicarle lo que quería al señor de los anillos, faltaría a la verdad. Es que se hace difícil eso de poner al aire tus partes blandas delante de quien no conoces de nada.

La morada del señor de los anillos es cutre. Es un taller de no más de 40 metros cuadrados en una calle en decadencia, llena de tiendas cerradas por la crisis y habitada por emigrantes africanos principalmente -se sabe eso porque aún tienen la costumbre de salir a la puerta de sus casas al caer la tarde y montar tertulias improvisadas-, que tiene una puerta vieja de hierro marrón. Un cartel cochambroso, deteriorado y casi ilegible da una pista de lo que hay en el interior «Joyi Alba – Taller de Joyería». Me digo a mí mismo que esto lo hacen como camuflaje. Para pasar el interior hay que pulsar un timbre, lo que te da acceso a un pequeño habitáculo frente a un mostrador con panel de vidrio blindado incluido. Tras el mostrador habita el señor de los anillos.

Llegar allí ha sido un largo viaje. Nos ha costado más que a Frodo. Nos ha costado 30 años. Porque de eso va este post, de aniversarios y de anillos de oro.

Resulta que el tiempo ha ido pasando y que sin quererlo, de repente, llega el día del aniversario de tu boda y resulta que se cumplen treinta años juntos. He aquí que te encuentras con esa sensación de que eso significa algo importante, que habría que hacer algo para conmemorarlo pero…¿qué?

Cuando las bodas de plata organizamos una boda motera que duró un fin de semana y un viajecito maravilloso de una semana en Galicia, pero los treinta años no tienen lugar en el imaginario matrimonial español.

Queríamos hacer algo pero ¿qué?

Nada viajes, que la crisis aprieta que te aprieta. No más bodas, que eso ya lo hemos hecho. Habría que hacer algo para celebrar y renovar el compromiso. Habría que refundar de alguna manera el matrimonio, algún símbolo de que hace treinta años que estamos fundidos… y entonces se me ocurrió: refundar, fundir… refundir… ¡Los anillos!

Ninguno de los dos llevábamos el anillo de compromiso desde hacía tiempo. A mí se me quedó pequeño a los dos años de casados. La voracidad de la juventud sumada a una feroz experimentación con la cocina y el primer intento de dejar de fumar, me sumaron 15 kilos en aquellos dos años. Un día me quise quitar el anillo y no hubo manera. Tuve que cortarlo con unos alicates… con tan mala fortuna que corté la inscripción que llevaba grabada -a saber: CONSUELO, sin fechas ni nada, sólo su nombre-. Naturalmente lo llevé a arreglar, pero al estirarlo quedó demasiado fino y se chafaba cada dos por tres. Por otra parte el joyero pulió la inscripción y desde entonces aquel anillo como que ya no era el mismo y lo guardé en un cajón.

Mi mujer llevó el suyo muchos años, hasta que un día dejó de llevarlo. Cuando le pregunté el por qué me contestó con tonillo humorístico: «Es que me agobiaba». No hubo más preguntas ni explicaciones (Al cabo de mucho tiempo me enteré de forma indirecta que también se le había quedado pequeño, pero eso, muy femenina ella, nunca lo ha reconocido directamente).

Sea como fuere, era la celebración perfecta: Llevemos los anillos al joyero, que los funda juntos y vuelva a mezclar el oro y que los vuelva a forjar. Nuevos anillos para los viejos compromisos. Nuevos brillos en las manos de siempre. Decidido. El lunes los llevamos. Sólo falta decidir la inscripción ¿Otra vez los nombres? No. Eso ya lo hicimos. Debe ser algo que defina estos treinta años y que apunte hacia los treinta siguientes.

Consideramos, con guasa, poner «1.2.3 café» -los que nos conocéis sabéis por qué- pero el asunto era serio y descartamos la idea. Al final nos decantamos por una frase que se ha convertido, sin pretenderlo, sin buscarlo, en «el lema» de nuestro matrimonio. Es algo que surgió hace muchos años cuando sufrimos la traición de una amistad y que vuelve a surgir con cada decepción, con cada pérdida y, también, con cada logro, con cada escalón subido: «Al final tú y yo». En abstracto queda un pelín cursi pero, como ya he dicho, se ha instalado en nuestra vida y es «nuestra frase», si es que las parejas tienen una frase igual que tienen una canción.

El Lunes hicimos la primera visita a la cueva del señor de los anillos. No es terrible como Saurón, de hecho se llama José Luis, creo recordar. Cuarentón con un peinado hacia atrás más de los años 50 que de otra cosa y una sonrisa un tanto picarona, como de quien ya ha visto de todo desde detrás de su mostrador.

-Queríamos unas alianzas para nosotros. Queríamos traerte las viejas y hacer unas nuevas.

-¡Ah, vale! Con el mismo oro.- Contesta.

Me asombra un poquito la velocidad con la que ha pillado la idea ¿Tanta gente hace lo mismo? ¿Hay una cola de cincuentones llevando oro viejo a los joyeros de este mundo? Yo creía que los matrimonios diesel como el nuestro eran ya, casi, una especie en extinción, pero va a resultar que no.

Primer problema: No hay bastante oro. Ya eran finitos de por sí cuando los hicimos la primera vez y al forjarlos siempre se pierde algo… Bien. No problemo. En casa tenemos más joyas familiares antiguas. No las usamos, pero de alguna manera representan nuestras raices y de alguna manera son ingredientes de este potaje.

Segunda cuestión: El diseño. Le pedimos un catálogo y nos decidimos por un perfil cuadrado con una línea descentrada a lo largo. El de mi mujer lleva tres brillantes circonitas: una por cada hijo. (Desde ese día los hijos han pasado a ser los circonitos, claro)

Tercera cuestión: La inscripción. Le decimos la frase, «AL FINAL TÚ Y YO»… y se queda como bloqueado. Luego lentamente, como dudando, escribe en la parte de abajo del papel «TÚ Y YO».

-No. Es «AL FINAL TÚ Y YO»- le corrijo.

-Pero es redondo -dice-. No tiene final…

-No… que la frase es «AL FINAL TÚ Y YO», con las palabras «AL» y «FINAL» primero.

-Claro… jejeje, claro…- Añade las dos palabras y sigue riéndose por lo bajo – Como era redondo… jejeje

Malvadamente me alegro de haberle dado algo que no hubiese visto antes y que su sonrisita se haya transformado en sonrisa de verdad.

Una visita más para llevarle el oro que faltaba, Una semana de espera y los nuevos-viejos anillos brillan en nuestras manos. Son un pelín más gruesos y pesados de lo que se estila, que al final juntamos oro de casi de más, pero a mí me gusta así, que parece que eso añade solidez al símbolo.

Una cena en un restaurante decente puso punto final a los actos conmemorativos.

Ya veis que no hay malos en esta versión de la historia.

Sí hay, sin embargo, un largo camino, compañeros fieles y menos fieles dejados atrás, sitios agradables y desagradables visitados, anillos fundidos que hay que refundir, y dos jóvenes protagonistas, casi unos niños cuando comenzaron el camino, que crecieron y evolucionaron, juntos, durante el viaje.