A veces El Hombre, usando la inteligencia, hace cosas como ésta:

No las hace porque sí. Es la necesidad evolutiva la que lo empuja. El Hombre va encontrando retos nuevos en el devenir de sus días para los que no estaba preparado, ni su entorno ni él. Así un día El Hombre se encuentra con que Los Hijos del Hombre se van yendo de casa, o simplemente negándose a asumir la tarea, y que los escuters de los Hijos del Hombre, que hasta ese momento tenían encargada la sucia pero necesaria misión de transportar los residuos familiares a los contenedores, van envejeciendo, no arrancando y siendo pasto de los chatarreros, esos buitres del tráfico. Por tanto, el Hombre, un día sale al jardín y se acerca al pozo de los tesoros que es la parte trasera y el leñero y ahí se detiene un momento con los ojos cerrados.

El hombre invoca a los dioses del reciclado, de los que tantos años ha sido fiel devoto:

– «Dadme inspiración, dioses míos, para solucionar el problema de los residuos embolsados. Guiad mi vista. Sed precisos y dadivosos con quien os es fiel pese al apelativo de «cutre» que los infieles y descreídos injustamente me endosan».

A continuación, el Hombre hace una respiración profunda que le trae el lejano aroma de las bolsas de basura que esperan que alguien las acompañe a su destino y se están amontonando en la cochera, y abre los ojos. Ante él aparece la variopinta colección de «porsiacasos» y «aversitiramosestos»  que, mezclados con los restos de leña del invierno anterior, adornan la trasera del jardín.
Destaca con luminosidad propia la caja de plástico llena de agujeros que servía de hogar invernal a las tortugas del primogénito familiar. Guarda en su interior una putrefacta masa de grava, tierra y hojas secas del otoño anterior, pero como caja de plástico no está mal. A su lado reposa humilde la antena de televisión, que tras dieciocho años de servicio, ha sido jubilada con honores. Los dioses del reciclado iluminan la mente del Hombre: «Una caja de tamaño perfecto… sólo me faltan unas ruedas y algo con lo que engancharlo a la bici.»
Una vez clarificada la oración, los dioses volvieron a proveer: «¡El gancho de colgar bicicletas que sólo se usa para colgar el saco de boxeo de la rama del árbol!» dado que el saco llevaba criando telarañas más de dos años, el gancho era perfectamente reciclable en cuanto a finalidad y funcionamiento. Bien, bien. Sólo faltan las ruedas.

– «¿De dónde diablos voy a sacar unas ruedas?» – balbucea el Hombre viendo flaquear su fé en los Dioses del Reciclado.

Los Dioses se reúnen y tras mucho murmullo y sugerencia llegan a un acuerdo. Una chispa de iluminación es lanzada a la mente del Hombre… y falla. Le da a La Mujer, que también tiene mente.

-«¿Ruedas, necesitas ruedas? Encima del armario está el portamaletas que compramos para llevar el equipaje en la primera moto que tuvimos…»

La mente del Hombre se ilumina como la Feria de Albacete el 8 de Septiembre. ¡Sí, exacto, es lo que busco!… y sale corriendo hacia el armario. Cuando el Hombre y la Mujer fueron a su primera concentración motera eran bastante pardillos en el mundo motero. ¿Cómo llevar el equipaje -a saber: ropa para el fin de semana, tienda de campaña y sacos- en una moto custom de 125 cc? Desconociendo que para ser motero custom uno se tiene que gastar casi más dinero en ropa y accesorios que en la moto, e inspirado por los dioses del reciclado y alguna que otra imagen medio recordada de Easy Rider, el Hombre vio la solución en un portamaletas. Así se le dio al adminículo su primer uso, del que, gracias a los dioses, hay testimonio gráfico:

En este único y magnífico testimonio podemos observar los siguientes elementos:

El Hombre, en toda su plenitud kilogramística, montado en la pobre Honda Shadow 125 cc, con su chaqueta de cuero remangada para parecer cazadora y sus zapatos -¿quién había oído hablar de botas de motero?-, con La Mujer detrás, con sus botines de fieltro y su bolso-mochila colgado en la espalda. Un poco por detrás del precioso trasero de La Mujer, se puede observar una de las ruedas naranjas del portamaletas que sujeta todo el equipaje con la red de gomas rojas.
Tras esta gloriosa entrada, el portamaletas en cuestión fué a descansar encima del armario y allí seguía, soñando con su único viaje y con cosas que transportar en el futuro.

Recuperado el mentado armazón, y dada su forma de L, algo faltaba en el invento. Si era atado al gancho, la inclinación de la caja era excesiva y las bolsas de residuos rodaban por los suelos en lugar de reposar tranquilas en su caja asomándose por el borde sólo un poquito para disfrutar el paisaje. El Hombre, lanzado a la vorágine creativa se lanzó otra vez al leñero:

– «¡Lo tengo, lo tengo!» -exclamó ante los desorbitados ojos de los perros- «¡Las varillas de la antena!»

Y así, tras veinte minutos de forcejeos con los tornillos de la antena y el uso profuso de bridas de plástico y trozos de alambre, apareció El Carrito de la Basura.

– «Sólo falta probarlo» -dice El Hombre a La Mujer contemplándolo mientras se chupa la sangre del anular que ha brotado, tras un uso indebido de los alicates, para bendecir la tarea.

Se cargan tres bolsas de basura y El Hombre parte  al periplo residual que a partir de ese día estará condenado a recorrer cada dos días todos lo años venideros. Aparece entonces cierto defecto de diseño no tenido en cuenta en la concepción del artilugio: Hace ruido. Las ruedas de plástico rígido rugen y resuenan con el asfalto lleno de gravilla del carril. Por su parte, la caja de plástico amplifica, gozosa y orgullosa de su forma y material, ese rugido de manera que diríase que es un mercancías de los de antes de la guerra, y no un señor en bicicleta con un carrito, lo que transita por el camino en la tranquila tarde de septiembre. Los perros de todas las parcelas a ambos lados de la cinta de asfalto se vuelven locos y ladran, aúllan y saltan al paso del Hombre. Un vecino, encaramado en una escalera podando una valla, tiene que agarrarse a la misma al estar a punto de caer por sus esfuerzos de girar la cabeza ante el atronador desplazamiento que tiene lugar a su espalda. El Hombre pone cara seria -ha tenido la precaución de ponerse las gafas de sol para desalentar a los curiosos- y continúa sereno e hierático como si fuese lo más normal del mundo.

Cuando llega a los contenedores en el carrito sólo hay dos bolsas.

– «¡Coño!» -exclama ya no tan sereno- «¡He perdido la puta bolsa de arriba!».

A medio carril estaba la bolsa prófuga que es reintegrada a la caja y depositada en el contenedor. Durante el viaje de vuelta, el cerebro del Hombre, estimulado por los recuerdos del portamaletas, ha encontrado la solución a las bolsas inestables: La red de gomas rojas que podéis admirar en la foto de más arriba, también reposa en el armario.

Y así fue, queridos amigos, cómo desde entonces se puede ver al Hombre, precedido de atronador sonido, carril arriba y carril abajo llevando las bolsas de basura que los Hijos del Hombre, negligentes y cabrones en su juventud, ahora se niegan a llevar.

Sigue siendo tal desfile el evento del día para todos los perros del barrio y Shandy, la perra del Hombre, siempre se queda llorando desgarradores aullidos cuando lo ve partir de tal guisa. El Hombre sospecha que es por vergüenza ajena del cutre de su amo y no por sensación de abandono… pero, afortunadamente, los perros no saben hablar.