La Chimenea
Desde hace unos años, ya lo sabéis compañeros, vivimos en una casa a las afueras de nuestra ciudad. Eso ha cambiado mucho nuestras vidas en muchos aspectos, algunos de los cuales ya os he contado. Desde la infancia de tus hijos a tus medios de locomoción, todo es distinto cuando eres autónomo en todos los servicios domésticos. No pagamos comunidad, ni hipoteca ni tenemos que aguantar vecinos ni ser jefes de escalera. A cambio te toca arreglar a tí mismo cualquier avería o desperfecto que se produzca.
Aquí donde me veis soy experto desmontador y arreglador de bombas de agua, pintor, carpintero, electricista y demás zarandajas domésticas. Por cierto, la semana que viene o la otra tengo que limpiar la caldera de la calefacción. Es una tarea sucia que se hace una vez al año desde hace siete u ocho años. Antes de eso no había que hacerlo, porque no teníamos calefacción, claro.
En Albacete en invierno se puede vivir sin calefacción… pero no muy bien, compañeros. Cuando nos vinimos a vivir aquí era verano y dotamos a la casa de una chimenea de ladrillos enorme. Ocupaba cuatro metros cuadrados del salón y se construyó en una sola mañana según los gustos de diseño de los dos albañiles y mi suegro en malvada conspiración contra los indefinibles gustos de mi esposa.
Igual que con el suelo, desde el primer día dijo que no le gustaba.
Llegó el primer invierno en el campo y el primer día que encendimos la dichosa chimenea se demostró como absolutamente ineficaz. Hacía humo, mucho humo. Humo sin parar. Como una locomotora en una peli de vaqueros. Y todito lo dejaba en el salón de casa.
Mi suegro puso cara de resignación milenaria de hombre del campo y decretó “Unas hacen humo y otras no. Lo que hay que hacer es una gatera en la puerta para que respire”.
No le hicimos caso, claro. Inmediatamente mi esposa se agenció una estufa metálica, cuadrada, negra, con una tapa superior que daba a un horno, “Para echar unas pataticas”, decía, y una tapa frontal para meter la leña con un cristalito. La pusimos en el salón, dos metros por delante de la inútil chimenea, y los tubos de humos los sacamos por la misma.
El cristalito de delante se le rompió enseguida y lo sustituí por una chapa confeccionada con una lata de cerveza recortada y las rejillas de abajo se combaron (nunca supe si por las toneladas de leña que le metía mi dueña o por las temperaturas capaces de freírle los huevos a un ave Fénix que alcanzaba el bicho aquél..) Pero calentar calentaba y punto. A la antigua, pero calentaba. El resto de la casa, léase las habitaciones y cuartos de baño se apañaban con estufitas eléctricas y mantas. Muchas mantas.
Con el paso del tiempo, finalmente pudimos poner la calefacción, con sus radiadorcitos de aluminio, tan monos, y su caldera de gas-oil, tan moderna, tan aséptica y tan sigo XXI.. Bastaba con conectar un interruptor y ¡Vualá! ¡Toda la casa calentita en minutitos!
Por fín se había acabado los inconvenienntes que impone la vida al estilo sigo XIX, a saber:
-Las manchas de humo en las paredes,
-Los trozos de corteza de árbol por el suelo de toda la casa
-El pasearse por los derribos a buscar vigas y marcos de puertas y ventanas
-Los sábados de motosierra y serrín en el jardín
-Los dolores de cabeza para conseguir que los hijos me ayudasen a cortar las vigas de derribo
-Las cadenas de la motosierra embotadas por cortar clavos incrustados en dichas vigas
-Los eternos y continuos “Sal y tráete leña” de mi santa a lo largo de cinco eternos meses otoño-invernales
-Las pataticas abrasadas en pocos minutos por el infierno que mi mujer les encendía a unos milímetros de chapa de distancia
-Los “no arrimes esos troncos a los muebles que tienen carcoma”
-Los pies lacerados de pisar clavos entre las tablas
-Las astillas en los dedos al partirlas
-La caza salvaje de palés -en feroz competencia con los vecinos- en los contenedores de basura para hacer leña fina y encender los troncos gordos
-Etc. etc…
O eso creía yo.
La calefacción la pusimos un mes de Febrero y aquel año usamos un sistema mixto de calefacción y leña, que había que terminar de quemar el montón que teníamos, claro.
“Hay que encargar un camión de leña, cariño”, me dijo al otoño siguiente.
“¿Que hay que qué?¿Para qué? ¡Ahora tenemos calefacción, por dios!. Nos hemos gastado más Euros de los que sé contar para no tener que encender esa estufa maldita otra vez. Ni siquiera se pueden asar patatas en ella, ¡que se quema todo lo que pongas, joer!”
“Sí, pero no me vas comparar el calorcito de la leña con el del Gas-Oil. Además yo tengo frío muchas veces y los radiadores no me bastan. Además ¿Dónde has visto tú que la gente viva en el campo y no tenga chimenea?”- me contestó absolutamente segura de tener razón.
El último de sus argumentos no me pareció muy sólido, pero ya la conocéis. Cuando algo así sale por su boca es poco menos que el sonido del deshielo de los glaciares en primavera: imparable por completo.
Me preparé para sumar una factura de Gas-Oil mensual y monstruosa a todas las incomodidades relatadas más arriba.
Pobre iluso. La realidad resultó peor. Mucho peor.
En su cabeza no sólo había planes de volver a encender leña en casa. “A mí lo que me gusta es que el fuego se vea y en esa estufa no se ve”.
“¡Horror! ¡Quiere una estufa nueva!”, pienso… y antes de que me de tiempo a abrir la boca añade:
“Y nunca me ha gustado ese mamotreto de chimenea que tenemos”
“¡Obras!¡Mas obras en la casa! ¡Más escombros, más carretillas arriba y abajo por el jardín!”
Dios…con mi querida mujer al frente, cada mejora es una sutil manera de complicarme la vida… y el bolsillo.
Cierto que más de una vez, mientras cargábamos furgonetas de leña de derribo en las escombreras pensé aquello de “Si alguien me viese ahora, el señor Jefe de Sala Segunda de la Sección de Informática escarbando troncos en los basureros con su barriga y sus manitas delicadas…” Cierto que todas las incomodidades mencionadas eran el pan nuestro de cada día. Pero era barato, compañeros. Barato y ecológico. Quemábamos leña seca con más de 80 años de antigüedad que ya había dado su servicio a la humanidad. Árboles que nacieron allá cuando Napoleón entró en España (contando los anillitos de algún tronco llegamos a esa conclusión) finalizaban su historia en la temible Estufa de la Consu. Leña que no dejaba casi humo ni residuo de lo seca que estaba. Barato y ecológico. Ahora nos costaba 300 euros mensuales mínimo mantener a doña “soy del siglo XXI”… ¿e íbamos a continuar, además, con la misma cantinela ecológico-ancestral?
De nada sirvieron mis quejas, suspiros, gemidos, protestas y amenazas de huelga. Se derribó la chimenea de obra, se movieron cientos de kilos de escombros en carretillas por el jardín, se eliminó la estufa maldita y se compró una chimenea- tenemos absolutamente prohibido decir la palabra “estufa” en casa, es “chimenea”- de hierro con cristales de cerámica transparente y resistente al fuego por tres lados, “para que se vea bien visto el fuego”. Se encargaron camiones de leña decimonónica tan cara o más que el gas-oil del puto siglo XXI que de repente no parecía calentar suficiente, el muy cabrón.
Finalmente parece haberse quedado calmada con este tema. Desde hace unos años yo sólo limpio la caldera de la calefacción y pago facturas y más facturas de leña y gas-oil y ella se limita a ocuparse de su estufa, perdón, chimenea, y a repetir sin parar eso de «Tráete unos tronquicos» a todo el que pasa por su lado.
A pesar de todo hay que reconocer que es una auténtica maravilla eso de verla acomodarse en el sofá después de comer, taparse con una mantita y mirar el fuego con la taza de café en la mano, mientras me dice “Hay que ver el hogar que hace tener fuego ¿verdad , cariño? Está la casa como más alegre ¿A que sí?”
Yo le doy la razón, claro. No sólo porque la tiene, sino porque me hace feliz verla feliz. Tan sólo me da miedo imaginar qué nueva reforma se está cociendo dentro de esa cabecita macerada por el calor de ese fuego del hogar que arde en su amada estufa, perdón, chimenea…
Deja una respuesta