No tengo ni idea de qué se celebraba o por qué, el caso es que un día nos llevaron al campo de fútbol donde iba tener lugar una carrera de triciclos -yo debía tener unos cuatro o cinco años-, y se planteó el problema de que éramos dos hermanos y un sólo triciclo.

Teníamos un triciclo de grandes ruedas, comprado a mi hermano mayor, que era el encargado de estrenar todos los vehículos. Con él recorría el inmenso pasillo de la vieja casa de mi abuela y volcaba al doblar la esquina que iba a la cocina. No me gustaba mucho, la verdad. Eso de la transmisión directa pierna-rueda no era para mí, y nunca entendí la utilidad de un vehículo con el que iba más lento que corriendo.

A mi hermano, por supuesto, le dejaron el triciclo familiar, conocido y veloz, que para eso era suyo, y a mí me prestaron uno que tenía las patas demasiado largas y las ruedas demasiado pequeñas. La carrera era de una vuelta al cesped, 400 eternos metros. Mi desesperación al ver partir a todos como centellas mientras yo me arrastraba con ese chirriante infernal artilugio ha quedado grabada al fuego en mi memoria. Lo único que me consuela es que no llegué el último, uno o dos más pequeños que yo, quedaron por detrás de mí llorando y preguntando por sus mamás. Al final nos regalaron una bolsa de caramelos a cada uno y eso yo lo viví casi como un insulto ¡No había ganado! ¿por qué me premiaban? Recuerdo sentir que era injusto y que estaban haciendo trampa, rebajando el mérito de los ganadores, vamos.

Algunos años después, aún no había vídeo consolas y casi ni televisión, una bicicleta era el sueño de todos los niños de entonces. Los que tenían bici hacían “excursiones” por el parque y la ciudad Era entonces la ciudad mucho más amable y despejada que ahora y permitía esa circulación de niños en bicicletas sin grandes problemas. Los demás estábamos condenados a jugar en la puerta de casa y alrededores, siempre al alcance de la voz y la vista de nuestros mayores.

Decir bicicleta es decir infancia. Supongo que en el desván de la memoria de todos y cada uno de nosotros hay arrinconada, rota y polvorienta alguna bicicleta fiel compañera de la infancia. Todos tendremos alguna historia que contar de cuando éramos niños y el placer de montar en bicicleta nos ampliaba el horizonte y nos hacía libres. Por tanto, sirviendo como prólogo la historia del triciclo, permitidme que guarde aquí el recuerdo de las dos bicicletas de mi infancia.

La primera bici que alojo en mi memoria era la bicicleta de mi abuelo Asterio. Mi abuelo era funcionario de correos y telégrafos y se desplazaba en bicicleta.Tenía una bicicleta negra, absolutamente clásica y seria de la que recuerdo dos cosas: que la rueda era casi tan alta como yo y que se ponía dos flejes de acero en los pantalones para no enganchárselos con la cadena. Aquella bicicleta tan grande me daba algo de miedo.

Sin embargo, la primera que habitó mi infancia se la trajeron los Reyes Magos a mi hermano, cómo no. Era de tamaño mediano, pero era una bicicleta “de verdad”. Roja, con cuadro alto, guardabarros y ruedas negras, como las de verdad. Le habían acoplado dos ruedines al eje trasero y aún la recuerdo allí, en la salita de casa de mi abuela, apoyada en el radiador junto a la puerta en la mañana de aquél seis de enero de principios de los 70. Mi regalo, “El Gran Cañón del Colorado” de Comansi (bueno, eso es lo que yo había pedido, pero me trajeron un sucedáneo de caravanas de vaqueros e indios que con el tiempo se convirtieron en mi tesoro), palideció bastante frente a aquella preciosidad de acero y goma.

Durante aquella primavera y verano la envidia me mataba. Mi hermano, siempre tan por delante de mí, aprendió enseguida a montar y los ruedines fueron retirados de la bici. Yo, peatón forzoso, lo veía perderse por los caminos del parque frente al que vivíamos con los afortunados primos que también poseían bicicleta y sabían montar.

“Están verdes, dijo la zorra” y me dediqué a jugar con mis indios y vaqueros y con los primos que no tenían bici ni sabían montar. Tan verdes estaban, que al verano siguiente todos los primos ya sabían montar y tenían bici, menos yo. Mi hermano había empezado a dar el estirón y dejó de montar en aquella bici que pasó a ser de mi propiedad. Pero ya estaba baqueteada, arañada y desajustada. Los guardabarros y el transportín le sonaban como chatarra en cada bache y yo… y yo no sabía montar.

Siempre he sido torpe para las actividades físicas. Todos sabían montar, hasta los primos más pequeños que yo se subían, empezaban a pedalear y se largaban riendo y llamándose unos a otros. Pero yo no sabía montar. En cuanto levantaba el segundo pie del suelo, el infernal artefacto, como un caballo que sabe que no eres su dueño, se encabritaba, se tumbaba de lado, giraba hacia la pared o intentaba toda clase de trucos para descabalgarme. Era desesperante. Me bajaba yo solo al parque con la condenada bici y lo intentaba una y otra vez para volver a casa con las rodillas doloridas y las manos despellejadas.

De pronto, una tarde, se produjo el milagro. Mi primo Enrique, un año menor que yo, estaba con su bicicleta nueva, azul, creo recordar, y le pedí que me dejase probar.

“No sabes” -me dijo.

“Déjame que pruebe en la tuya” -insistí.

Me subí en ella, empecé a pedalear y, ¡Milagro!, aquella bicicleta dócil y suave permitió que fuese yo el que la conducía. ¡Sabía montar!
Le devolví su bici y marché corriendo a buscar la mía. La llevé al parque, la monté con toda la ilusión…. y me caí una vez más. Con la mía no sabía. Con la de mi primo sí ¿Cómo era posible? Me volví a montar en ella y volví a intentarlo. Nada. No había manera. Volví a casa derrotado por la bici, pero con el corazón exaltado. Ahora sabía que podía. Al día siguiente, o al otro, no recuerdo bien, conseguí por fin dominar aquella bicicleta. Eso me elevó en la escala social y me amplió el mundo y sus alrededores.

Más o menos como ésta era la Bici Grande

Como mi hermano ya había dado el estirón del todo, los siguientes Reyes Magos le trajeron otra bicicleta a estrenar. Esta sí que era de verdad “de verdad”. Tamaño grande, roja y blanca, con cuadro bajo, pero recto y con unas barras paralelas a la barra principal que evitaba que se confundiese con una bici “de chica”, luces, ruedas color claro por la banda de rodadura y blancas por los lados. Una auténtica preciosidad. Estaba apoyada en el mismo radiador de la misma salita y junto a ella, estaba mi bici, la vieja, totalmente reparada, limpia y lustrosa. Parecía nueva, pero no lo era, claro, y además, el tamaño y la “autenticidad” de la nueva la hacían parecer poco menos que “de juguete”. Aún así hice un esfuerzo interno de reivindicación: esa era la mía. No habia forma que yo montase en aquél monstruo. No llegaba a los pedales ni de broma. Además la mía estaba realmente lustrosa y ya no le zurrían los guardabarros y demás elementos.

El tiempo corría de mi parte. Al año siguiente yo di el estirón también y mi hermano se manifestó como alguien poco dado a las dos ruedas. No le sacó todo el jugo que se merecía aquella maravilla de bici y, mientras él dejaba de interesarse por el tráfico y empezaba a interesarse por otros elementos del paisaje urbano que llevaban faldas, en pocos meses pasó a ser mía. Aquella si que era una bici. Con ella recorrí la ciudad de parte a parte. Con ella visité los sitios “turísticos” de los alrededores de la ciudad, a saber: La pulgosa, Aguasol y el Palo la tarde de Jueves Lardero. Con ella hice carreras con mis compañeros de colegio, aprendí a montar y desmontar ruedas, a reparar pinchazos, a tensar cables y a remendar pantalones con la esperanza, vana, por supuesto, de que mi abuela no se diese cuenta de que los había roto.
El primer trámite administrativo que recuerdo haber hecho por mi cuenta fue ir al ayuntamiento a ponerle la placa de matrícula, que entonces era obligatoria y un guardia me había amenazado con quitármela “la próxima vez”. Ese mismo guardia me advirtió de la obligación de llevar luces delante y detrás, y yo llevé la bici al ciclero, que le sustituyó las originales, mucho tiempo atrás rotas de tantas caídas, por una roja enorme detrás y un faro de color gris y con un interruptor de tres posiciones, apagado, luz corta y luz larga, delante.

El último recuerdo que conservo de esa bici, la última de mi infancia, fue una excursión a un pinar cercano en compañía de la mi primera novieta y el resto de la pandilla, al estilo “Verano Azul”, allá por mis dieciséis añitos. No sé qué fue de ella después de eso. Supongo que languidecería entre óxido y olvido en el patio trasero de la fábrica que era el negocio familiar. Supongo que algún chatarrero acabaría desmontándola y reciclándola. Al fin y al cabo, sólo era un puñado de acero y goma, aunque en mi memoria sea y haya sido siempre un sabor de libertad.