Esta es la segunda parte de mi historia como tele-trabajador, pásate por ella antes de seguir y lo entenderás todo mejor…

Al final han sido tres meses en casa de tele-trabajador. El tiempo que tardaron en dejar de fumar todos. Tres meses en la situación de una mosca encerrada en el tarro del azúcar.  Pero al final hasta yo mismo entendí que algo se estaba desmadrando. No era normal eso de pasarse uno un puñado de días -tengo el récord en nueve- encerrado frente a la pantalla, bajando de la nube sólo para dormir y comer, y que venga tu chica el día que hace diez y te diga:

-«Esta tarde hay que ir a comprar comida…»

…Y que el siguiente diálogo se dispare en tu cabeza:

-«¿Comprar comida? ¿Y qué pasa con la clase que tengo a medio diseñar? ¿No puede ir ella sola? Esta tarde quería, además, explorar la función de encriptado… ¿Para qué me necesita en el supermercado? , etc. etc.»

…Aunque sólo dices: «Claro, querida».

Un pequeño análisis de esta sensación de amenaza durante una segunda ronda de pensamientos te llevan a la conclusión inevitable:

– «Esto no puede ser bueno».

Por tanto te replanteas tu apeamiento de a raza humana. Consideras los CENSURADO kilos que has ganado por no moverte del sillón de IKEA. Realizas que en estos meses el pobre ha memorizado la forma de tu culo y ahora parece que estás sentado aunque estés de pie. Escuchas el llanto de tu bicicleta abandonada. Hueles el hedor de la descomposición de tu vida social… y decides acabar con el encierro.

Han sido tres meses, pero para mí como si hubiesen sido dos horas porque en la nube no se generan recuerdos. Vives perdido, en una permanente conexión, sin fines de semana, sin días ni noches definidos, sin lugares, sin cambios… gloriosamente abstraído del mundo y sus rollos. Proyecto tras proyecto se acumulan en tu ciber-agenda, retos que llevan a otros retos. Posibilidades que abren otras posibilidades… Creatividad en estado puro… Maravilloso.

Pero no podía seguir así, que mi calificación internacional en la escala de la ovejez masculina (¡qué ovejo eres!, decía mi abuela) estaba alcanzando niveles históricos. Por tanto, aunque me resistí y gruñí todo lo gruñible, me he reintegrado a la vida normal. Es decir, ahora pierdo casi una hora de trabajo al día yendo a trabajar. Digo «qué interesante»,  «Claro, claro» y «¡No me digas!» en los momentos oportunos mientras tomo café con otros seres humanos y me lavo todos los días. He reiniciado por millonésima vez mi tantas veces traicionada dieta y hasta me he comprado unos pantalones nuevos.

Eso está bien ¿no?, es lo que se espera de mí ¿no?. Más aún, es lo que yo mismo espero de mí. Es lo sano, lo correcto.

Supongo que esa sensación de estar perdiendo el tiempo se irá con la práctica…