Hay cosas en la vida que uno busca y no encuentra y hay cosas que uno encuentra y no busca.
Permitidme una pequeña historia sobre una de estas últimas que me tiene desconcertado últimamente:

Cuando dejé la administración con sus interminables jerarquías y protocolos y normalizaciones, contra los que sutilmente siempre he discrepado y en lo posible saboteado -es decir, jugando con ese estrecho margen entre estorbar y hacer resaltar el absurdo (algún día os contaré mi estilo de “revolución desde dentro”)- y me vine de informático al sindicato, me encontré precisamente todo lo contrario. Un Sindicato de estructura anarquista, donde no hay jefes, donde todo se decide en asambleas y cada una de ellas suele pecar de un cierto “fundacionalismo” de corta memoria…

El caso es que al no haber jefes queda el cumplimiento de las normas y decisiones a cargo de cada cual.

El caso es que todo lo que suene a prohibición no suele ser bien recibido.

El caso es que fuman.

En mi juventud fui fumador. Luego lo dejé. Ahora me molesta. No puedo evitarlo. Me molesta.
Por tanto, casi lo primero que hice fue colocar el cartelito ese de la señal de prohibido fumar encima de mi mesa, en un corcho que tenía en la pared en un rincón de la sala de reuniones, que no hay sitio para más.

Naturalmente no sirvió de nada.

Algún tiempo después, tras muchas discusiones fallidas y demás, sustituí el cartel por otro como el que os adjunto aquí.
Tampoco sirvió de nada. Siguieron fumando y, lo que es peor, se venían a la sala de reuniones a discutir, fumando, cualquier asunto. Exasperado sustituí éste cartel por otro que decía, simplemente, “HIJOPUTA EL QUE FUME”, pero me duró un cantar sevillano, que no era de buen gusto y me lo quitaron a los pocos minutos.

Finalmente me di por follado, que decía el cura del chiste, y me resigné a que eso era para siempre. Hasta que llegó el año 2011.

Mis compañeros, con toda la buena voluntad del mundo, que eso hay que reconocérselo, en una asamblea de primeros de año y como gran propósito del año se juraron que nunca -pero nunca, nunca, oiga, que nunca jamás ¿Eh?- Volverían a fumar en la sede.

Durante unos días después de aquello tuve que soportar las coñas marineras de “Estarás contento ahora, que ya no fumamos” o “Ya no te hace falta poner más carteles, que ya no fumamos”. Muchas de estas perlitas soltadas con un cigarrillo apagado en los labios y mientras se iban a fumar a la escalera o a la calle. Y pasaron los meses.

Comencé a ver colillas por aquí y por allá. Volví a regresar a casa con la ropa oliendo a tabaco y se hizo casi una cantinela diaria aquello de “Ya son las dos, Jorge, vete a tu casa ya que queremos fumar”…

No me hacía mucha gracia, pero… bueno. Un día, hace como mes y medio, viernes, salí de mi sala de juntas para consultar algo y me encontré con dos fumando a las 10 de la mañana. Habían abierto unos centímetros una de las ventanas… pero fumando estaban.

-“¿Y eso de fumar?”- les pregunté.

-“Es que estamos nerviosos.” -me contestaron sin mirarme a los ojos- “Pero no te preocupes, que ya los apagamos”.

Me jodió eso de sentirme como el policía del lugar y la lucecita de “Òrdago” se encendió en mi cabeza.

-”No hace falta. Soy yo el que se va a su casa. Mañana espero que esto ya no huela a tabaco.”

Y dicho y hecho me largé de allí entre caras de consternación y susurros de “¡Tío, que se va de verdad!”.
Era viernes, como digo, y el lunes volvía a trabajar con cautas miradas por parte del colectivo humeante. Hice como que nada había pasado y me sentí seguro, pobre de mí, de que habían entendido el mensaje para siempre.

El miércoles salí otra vez a la sala común y me encontre a tres, no a dos, fumando tan felices.

-”¿Otra vez fumando?” -pregunto con cierta exasperación en la voz. El tercero en cuestión, el que no estaba el primer día, me contesta.

-”Espera que le de unas caladas y lo apago, que es que tengo que terminar esto y no puedo bajar a tomar café.”

-”No hace falta. Me voy a casa otra vez” -contesto. Vuelvo a mi sala, apago mi ordenador y me voy. Mientras cruzo la sala común, no veo ninguna cara de consternación ni nada parecido. Sólo oigo… risitas.

-“Ya se va, jiji” -dice uno de los del primer día.

Aquello me sentó mal. Ya soy bastante bicho raro por mí mismo como para que me conviertan en algo más raro aún… simplemente por querer respirar aire.
Llegué a casa donde no había nadie y me salí al jardín a pensar.
Pensé hasta la hora de comer, mientras espantaba a los perros que no entienden demasiado de eso de pensar y no hacían más que traerme la pelota y demás juguetes a los pies.
Pensé mientras comía y mientras dormía la siesta… bueno, no exactamente, pero ya me entendéis.
Pensé durante toda la tarde y a eso de las ocho, cuando estaba seguro de que no era fruto del cabreo y del impulso inicial, cuando estuve seguro de que lo que iba a hacer no perjudicaba al sindicato ni a mi función en él, les mandé un correo electrónico, que incluía, entre muchas otras, ésta frase:

“A partir de ahora me constituyo en el primer tele-trabajador del sindicato.”

No he vuelto, salvo excepción necesaria, por allí.

Trabajar en casa es algo que he hecho desde siempre, que las horas de oficina no me son suficiente la mayoría de las veces. De hecho, de forma extraordinaria y puntual, me había quedado algunos días a trabajar en casa en lugar de acudir a la sede, por cuanto desmontar el servidor temporal de base de datos sobre el que trabajaba en casa, para montarlo en la sede y para desmontarlos a las 14:00 horas y volver a montarlo por la tarde en casa, era más engorro que beneficio para nadie.

Nunca se me había ocurrido hacer de esa excepción, la norma. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?
Hubo protestas, hubo malas caras por parte de algunos, pero todos, toditos, todos, me daban la razón…
…y hete aquí que sin buscarlo ni poco ni mucho, me he encontrado en la vida con el sueño de tantos y tantos españolitos: “Me quedo en casa y me mandan el sueldo al banco…” Aunque, como paso a contaros, el tema no es tan maravilloso como suena.

Lo guay:

-Desarrollo el doble de trabajo que antes. Sin pausas para el café, sin tiempo perdido yendo y viniendo, sin nadie que te distraga.

-La única voz que oyes en tu cabeza es la tuya (y la que sale de los teléfonos, claro) con lo que no discutes casi nunca.

-El ambiente en que te mueves es el tuyo (Adjunto foto-mapa).

-…Y nadie fuma. Claro.

Lo no-tan-guay:

-No hay separación clara entre tu vida y tu trabajo y así te encuentras, a poco que te descuides o a poco que lo que estás haciendo se torne interesante o urgente, con que haces jornadas de 12 y 14 horas…

-No hay presión social ninguna con lo que a veces te encuentras con que llevas cierto tiempo sin afeitarte, sin haberte puesto otra ropa que el viejo chandall, sin lavarte sin hablar con nadie (salvo la gata y los perros) y sin pisar la calle. A veces cinco o seis días seguidos.

Lo malo de verdad:

-Me estoy asilvestrando
-Empiezo a pensar que no soy ni humano
-Sueño con lineas de código
-Y lo peor de todo: Me encanta. Es la manera de trabajar con la que siempre soñé, sin saberlo ni desearlo.

He subido tres o cuatro puestos en la escala de la Friquez.

Llevo como sagrada rutina eso de levantarme a las ocho de la mañana. Un café viendo las noticias del día y me siento ante el ordenador. Trabajo ininterrumpidamente hasta las dos de la tarde. Comida, spanish siesta y luego, si mi Consu no tiene planes para mí, más ordenador hasta la hora de cenar. Peliculita en la tele, despedida y cierre.

Los que no sois friquis imagino que este plan os dará como pánico, pero sabed que aunque no me muevo de mi sillón de IKEA, mundos enteros exploro y sobrevuelo a través de mi pantalla. Que aunque no hablo con nadie, el diálogo interesante, de aprendizaje, de descubrimiento, de novedad, de creación, es incesante en mi cabeza.

Los seres humanos necesitáis de otra forma de vivir. A los alienígenas nos basta una pantalla y una conexión a Internet.

Pero no os asustéis ni os apuréis por mí, que está ella. Ella me sujeta al mundo. Me baja de mi nube abstracta con una sola mirada. Me regruñe cuando me pierdo en el ciber-espacio. Me impone obligaciones y solicitudes que me recuerdan dónde está y hasta dónde llega la Realidad de la Buena.
No os preocupéis por mí. Estoy en buenas manos.

P.D.: Lee también Cómo acabo el retiro…