Apareció en nuestra vida como un actor que se incia en papeles de extra… sin que se note, de a poquito. Su primera aparición, como emisario del demonio… perdón, del IKEA, fue un tanto estrépitosa, con mordida de perro incluida, como ya os conté aquí. Se trata de un muchacho, tal ve de unos treintaipocos, negro azulado de Senegal -según supimos después- que trabaja para los explotadores de IKEA. Habla un español muy bueno, con acento murciano cerrado y cumple todos los estándares del inmigrante currante que, nos guste o no, colabora casi más que tú y yo a sujetar este país.

Bien, como decia, apareció por aquí al mando de un grupo de peruanos para instalarnos el fruto de la última orgía maderera que mi mujer se corrió en IKEA con su amiga Tere. Llegaron con su camión una tarde en que mi Santa trabajaba. Descargaron, montaron y se largaron no sin que el pobre hombre fuese primero mordido por el perro. No os cuento nada más de aquello, que ya os lo conté. Hasta aquí todo normal y bien. Una escena normalita teñida de ese pequeño deje de surrealismo que rodea a mi mujer como una especie de perfume que trastorna a todo el que se le acerca, pero bien.

El caso es que de casta le viene al galgo y la hermana de mi mujer, o sea, mi cuñada, también tiene querencias por los noruegos en lo que a muebles se refiere. De vez en cuando se atreve a ir a reponer lo que el uso con su deterioro impone o el crecimiento de tamaño y necesidades de su descendencia requiere, al infierno de maridos ese (no voy a repetir su nombre por no hacerles publicidad). En tales ocasiones se lleva a mi mujer de guía nativo, como Hillary se llevó Tenzing.

No me extraña. El IKEA ( ¡Joer!, ya se me ha escapado otra vez…) es su entorno natural, su selva nativa. Terreno explorado, cartografiado y dominado. Sus habitantes, cajeras, porteadores, etc. han pasado de turba hambrienta de tu monedero, a amigas de toda la vida… y no exagero.

Podría contaros de cómo hace dos expediciones fue necesario pertrecharse de planos, catálogos, listas de precios y panfletos…, al siguiente se fueron a pecho descubierto y en el último le oí recitar los precios y modelos del catálogo por teléfono y de memoria a su hermana; podría relatar cómo en el primer viaje no encontraba a nadie a quien preguntar (Lo sé porque en ese viaje iba yo… y aún tengo pesadillas al recordarlo: pasillos enrevesados que recorro corriendo con angustia sin encontrar la salida mientras una bruja vestida de azul y naranja me persigue con un plato de albóndigas con mermelada), en el segundo se hicieron amigas de la cajera que las atendió y las dos que estaban a su alrededor y en el último les llevaron Miguelitos de la Roda a esas mismas cajeras, como los fenicios a los primeros íberos llevaban abalorios y orinales; de cómo se fueron todas juntas a desayunar y se juraron amistad eterna; de cómo la cajera ahora mismo está de baja por maternidad y temblando estoy que de un momento a otro nos invite al bautizo…

Con la cantidad de gente que pasa por allí. Miles de mujeres excitadas y sudorosas intentando imaginar entre taquicardia y taquicardia dónde pueden colocar ese prensaajos tan precioso en su cocina y esa lámapara con forma de cagarruta de buitre en su salón, miles de maridos que se arrastran por los pasillos con cara de desesperación preguntándose unos a otros por la salida, día tras día, fin de semana tras fin de semana… y ¿Cuántos de ellos o ellas acaban desayunando Miguelitos con todas las cajeras y almacenistas?

Solo una: Mi mujer.

Ya veis. Os habéis quedado mudos. Pero la historia no acaba ahí, porque aún no he relatado lo del negro.
Mi cuñada, como decía, organizó una expedición con mi costilla de guía. Allá que fueron y volvieron. A los pocos días el equipo de montadores apareció en casa de mi cuñada. Al rato suena el teléfono.

-«Oye, los del IKEA están aquí. Pásate a ver si te gusta cómo lo están montando todo y si lo están haciendo bien.» -le dice.

En dos décimas de segundo está lista y se pira. Cuando llega, el negro se la queda mirando. En principio no dice nada, pero al cabo de un ratito no se puede aguantar y presa del mismo embrujo que atrapo al Sanguinolento Romeo le dice a mi cuñada, como quien no quiere la cosa:

-«Tu hermana es muy guapa ¿no?»

-«¡Uy, Sí! -responde ella. Y luego en un intento de quitar hierro al asunto añade- Pero no te interesa que ésta tiene un montón de problemas.

-«Problemas, problemas… después de haber superado lo de la patera, no me asustan los problemas» -responde él incontestable.

Continuó un diálogo que no os puedo reproducir, por cuanto yo no estaba allí y sólo tengo referencias, pero del que se pueden destacar frases como:

-«Anda, adóptame, que aquí no tengo familia…»
-«¿Qué pasa, que no te fías de mí porque soy negro?»
-«Me parece que le estás tirando los tejos a mi hermana»
-«Sí, claro»…
-«Si tú ya estuviste en mi casa, que te mordió mi perro»
-«Vamos a tantas casa y me muerden en tantos sitios que no me acuerdo»
-«Pues tenemos que volver a ir a comprar un par de cosas más»
-«Cuando lo hagáis, llamadme para asegurarme que sea yo el que os lo trae»

… y otras lindezas por el estilo. El pobre hombre, encandilado, no se dio cuenta que entre sonrisa y sonrisa y broma y broma le metieron frases como:

-«Esos armarios están montados al revés, cámbialos»
-«Ese espejo no queda bien ahí, descuélgalo y ponlo en la pared de enfrente»

Antes de darse cuenta el pobre había montado y desmontado todos los muebles tres veces en tres sitios distintos… cosas de mi mujer, claro.

Y la cosa podía haber terminado ahí. Una pequeña anécdota en la vida de un currante sobre nuestra vieja piel de toro. Pero el muchacho, imbuído por el mismo espíritu de compulsión optimista que llevó al Sanguinolento Romeo a pasarse de la raya y perder una clienta, no pudo dejarlo ahí. Al cabo de unos días suena el teléfono en casa de mi cuñada.

-«Hola, soy el repartidor de IKEA… Una cosa: ¿Tu hermana ha venido ya por aquí a comprar lo que le faltaba?»

-«No, todavía no.»

-«Pues dile, por favor, que cuando venga que no coma en IKEA, que me llame, que yo la puedo llevar a comer a un sitio más barato que está muy bien…»

No sé en qué acabará todo esto -aunque espero que ya esté acabado, oiga- pero sí sé que el negro se ha convertido en fuente innumerable de bromas y tomaduras de pelo en la familia. Sólo un ejemplo:

Viendo «Bricomanía» en la tele fruto del último desmadre de mi cuñado tecnológico (Sí, yo también tengo uno):

Tele: Ahora introducimos los tirafondos- (primer plano de un tornillo atornillado con un destornillador eléctrico penetrando en un taco de madera como si fuese mantequilla)…

Cuñado Tecnológico: «¡Claro, con buena… instrumento bien se … atornilla!»

Mi mujer: «El negro tenía un instrumento como ese»…

No sé, ni quiero saber, quien: «Ji,ji,ji»

Bueno. Pues eso. Que uno, a sus más de cincuenta y con su barriga a cuestas no puede medirse con un ejemplar de ser humano en plena forma, exótico, joven, con desparpajo y con el presupuesto ese que se les presupone a los de color, como la valentía a los soldados, pero ¿cuántas aplicaciones multiplataforma es capaz de diseñar él? ¿Eh? ¿Cuántas?