Divina de la muerte
Eran tres los jardineros junto a los que pasé con mi bicicleta. Habían terminado de plantar un vergel de flores, o cambiado el sustrato, o vaya usted a saber qué esotérica cuestión vegetal y en ese momento hablaban entre sí mientras un cuarto, al otro extremo de la plaza realizaba maniobras con una especie de máquina cortacésped. A pesar del calor del verano vestían pantalones largos y chalecos con tiritas reflectantes por todos lados.
Cruczo el paso de cebra y me bajo de la bici en el parking de bicis que hay junto al quiosco de prensa. Mi mano rebusca las llaves en el bolsito que cuelga de mi hombro mientras mis ojos buscan a mi querida esposa que viene algo rezagada detrás de mí -¡sí ella también!- montada en su bicicleta.
Yo la he visto prepararse para salir de casa, pero los jardineros no están preparados para semejante panorama. Caen los tres en un asombrado silencio mientras ella pasa por su lado y cruza el paso de cebra. ¿Qué les ha hecho callar? ¿Qué ha desviado su atención de esa manera? ¿Qué ha sido capaz de silenciar el discurso sobre la mierda de actuación del fútbol español en la Olimpiada?
Para que lo podáis entender he de poneros en antecedentes.
Cuando yo empecé a amar la bicicleta sembré, sin quererlo, una semillita en mi esposa. Yo estaba entusiasmado, mis kilos de más se evaporaban, el ahorro para todos era manifiesto y mi entusiasmo contagioso. Al final no pudo resistir la atracción y fuimos a comprarle una bicicleta para ella. Fué un acto de decisión y valentía inusual porque, veréis, mi mujer no sabe montar en bici. Nunca aprendió. Nunca nadie le enseñó y nunca tuvo una bicicleta para aprender…
O eso dice ella.
Cómo, ante tanta ignorancia, el primer día que subió a la bici hizo nueve kilómetros de tirón, es un misterio. Sistema nervioso privilegiado, aprendizaje instantáneo u osmótico, lo que prefiráis, nervios de acero y, eso sí, miedo a la velocidad, se unieron para que aquél primer paseo fuese bastante extraño y un tanto exasperante. Cuando de niño te has tenido que currar el aprendizaje por el sistema de intento, peladura en la rodilla y error, desconcierta un poco ver a tu costilla llegar, poner su culito sobre el sillín (no sin quejarse de que está demasiado alto, de que el manillar está demasiado bajo y de que se va a matar inmediatamente) y salir pedaleando para delante como si tal cosa.
Exaspera ir a su lado y comprobar que tira de frenos cada vez que la bici supera los 12 kilómetros por hora (yo llevaba el cuentakilómetros en mi bici). Desespera tener que subir las cuestas apretando los frenos para no dejarla atrás y, por otro lado, te llena de orgullo que ella esté haciendo esto por tí, que si fuese por ella sola no se acercaba a una bici ni loca.
No estuvo mal aquél paseo. A destacar las caras de asombro de los paseantes ante los gritos de «¡Cuidado!», «¡Paso, que soy peligrosa!» que emitía -sin pudor ni respeto alguno hacia los marcapasos de la horda de jubilados que invadían el carril bici-, y su uso inverso de las marchas, que convertía cada pequeña ondulación del terreno en una especie Turmalet manchego.
Llegó jurando que nunca más, que no se sentía las piernas y que el asiento le había dejado secuelas permanentes. Pero en las siguientes semanas, poco a poco fuimos repitiendo la experiencia y ella comenzó a afianzar su infusa habilidad para manejar el cambio de marchas, los frenos y demás. Incrementó su velocidad de crucero, pasó de gritar a los jubilado a tocar el timbre o silbar -no sé si es muy digno esto último, pero os juro que los arrea a silbidos como un pastor a su rebaño… y que ellos la obedecen y todo-, a disfrutar de la bicicleta, en una palabra.
Cierto que aún le queda por pulir algunos pequeños hábitos y vicios, como el frenar sólo con la rueda de atrás o el pararse unos 10 metros antes de llegar al semáforo y luego recorrer esos 10 metros andando espatarrada con la bici entre las piernas. Esto último generó el siguiente diálogo:
-«¿Por qué no paras en el semáforo y te ahorras esa ridícula caminata?»
-«Es que me da miedo llegar allí y no frenar.»
-«¿Te da miedo que la bici no frene?»
-«No, me da miedo no frenar yo.»
No pregunté más, por supuesto.
El caso es que ya estaba preparada para soltarse con la bici, para ir a trabajar con ella, para dejar de lado las dos toneladas de coche. Sin embargo había dos obstáculos que vencer para que ella se decantara por el uso habitual de la bici como medio de transporte: El miedo a ir sola y la ropa.
El miedo lo venció el día que hizo su primer trayecto sola. Me costó acompañarla al centro a hacer unas comprar y abandonarla en un descuido para que volviese por su cuenta. «Esto me cuesta el divorcio, seguro», pensé, pero ella se lo tomó a bien y se demostró a sí misma que era capaz, con lo que todo arreglado.
Lo de la ropa era más grave. Con la moto ya tuvimos el mismo problema en su día, aunque entonces todo se arregló comprando ropa de motero… pero la ropa de ciclista es otro tema. No hace falta vestirse de espantajo pero, por supuesto, nada de tacones, nada de faldas cortas si no quieres enseñar lo que no quieres enseñar, nada de faldas vaporosas que se enredan con los radios y se manchan con la cadena.
Queda mucho campo libre, pero en eso ella es inflexible: «No pienso utilizar un vehículo que me impida ir divina de la muerte». Sin embargo su apuesta por la bici ya era firme… y encontró la solución.
Hasta aquí los antecedentes. Volvamos a los jardineros y lo que vieron pasar junto a ellos.
El vehículo en sí es normal. Una bici de paseo comprada en el carrefour de colores blanco y negro. La conductora es una mujer preciosa de mediana edad. Lleva unos zapatos de tacón mediano dorados y brillantes (ellos no lo saben pero para que no resbalen en el pie les ha sido insertada una tira de esparadrapo que fija el pie a la suela). En el portabultos lleva un bolso de señora con toques dorados a juego con los zapatos, atado con varias vueltas de una goma con dos ganchitos que se enganchan entre sí.
Un precioso y vaporoso vestido veraniego que llega por encima de las rodillas hace de maillot, pero en ese momento no está por encima de las rodillas sino por encima de los riñones. El espacio que debiera ser pudorosamente oculto por el vestido es ocupado por un culote de ciclista de color negro. La ciclista sujeta el manillar con unas manos llenas de pulseras varias y lleva la cara colorada por el esfuerzo y una pícara y malvada sonrisita dibujada en ella, sabedora del efecto que está causando.
El vestido, en principio, iba en su formato original, a saber, tapando el culo y las piernas, pero al subir y bajar en los semáforos se quedaba enganchado en el sillín y ponía en peligro la ya de por sí peligrosa maniobra -tal y como la concibe mi mujer- de poner los pies en el suelo. Por tanto, al segundo semáforo decidió cortar por lo sano y remeterselo por detrás en la alta cintura del culote. Por delante cuelga a su aire, por supuesto.
Llega a mi lado, desmonta de su bicicleta, baja la pata de cabra, y dando la espalda a los jardineros de ojos desorbitados, se baja el vestido mientras mueve las caderas de un lado a otro. Desde el otro lado del paso de cebra nos llegan unos apenas disimulados «¡Joder!» «¿Has visto cómo va?». Desvío mis también asombrados ojos de las caderas de mi mujer y miro fijamente a los jardineros, que se apresuran a descender sus miradas a las ahora anodinas flores.
-«Tía, los has dejado boquiabiertos».
-«Ya tienen algo que contar. Busquemos un bar, que el culote me da mucho calor.»
Tal fue la iniciación en el ciclismo urbano de mi desconcertante mujer. Ciclista, ecologista, ahorradora y, por supuesto, divina de la muerte.
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