El moro Simón
Sirva esto de preámbulo: A mi mujer no le gusta el humor surrealista. No se ríe con Monty Python, ni con Muchachada Nuí ni nada de eso. A lo mejor es porque el surrealismo es el medio natural en que se mueve ella más cómoda y lo tiene asociado más a la cara de asombro y embobo con que se queda la gente a su alrededor…
Dicho esto, ahora os contaré la historia del Moro Simón y su sonriente peón. Os hablaré de cómo mi querida esposa ha terminado conduciendo por toda la ciudad en pijama y pantuflas rosas, con su coche lleno de sudorosos marroquíes discutiendo entre ellos… hasta incluso os contaré cómo yo he acabado esta tarde forzando la puerta de un Renault Laguna con la ayuda de un destornillador, un alambre, otro marroquí y unas pinzas quirurgicas mientras los vecinos hacían corro.
Pasen y vean. Es el gran espectáculo de la vida de mi mujer.
Ya os dije que aquello de “hacer hueco para que te lleguen las cosas” es una de las principales guías de acción en el cerebro de mi mujer. La segunda norma es lo que ella llama “poner las cosas en marcha”. Si la primera frase es siempre seguida de un triste hueco, la segunda, os lo aseguro, es seguida, inevitablemente, de un caos surrealista.
Tras analizar el lamentable estado del jardín y el de la cuenta corriente, mucho más lamentable y con muchos más destrozos, mi mujer no se resignaba a dejarse arrastrar por la lógica ni por el sano deporte del ahorro, que tanto insistieron nuestros mayores en inculcarnos (aún me acuerdo de la hucha de plástico marrón-transparente a prueba de cuchillos que nos regalaron de pequeños para fomentarlo…). La lógica gritaba que sin dinero no hay reforma. El dios del deporte del ahorro gritaba que esperásemos a cobrar las extras y un par de retales, que a lo mejor caen, antes de meternos en nuevos gastos. La cuenta corriente… simplemente gritaba.
Pero todo eso no son factores a tener en cuenta en la matemática particular que rebota dentro de su cabeza.
-No sé cómo vamos a hacerlo, pero voy a tener que poner las cosas en marcha.- Me soltó de sopetón el Viernes pasado durante el desayuno.
-Espérate al verano, que este año va a ser duro, duro…- Le contesto yo, bastante tranquilo aún, consciente de que no hay nada que hacer, con todo ese rojo fosforescente con que el cajero automático se empeña en decorar nuestra cartilla.
-Tú déjame a mí, que algo pasará. -Es su respuesta. Le doy un beso, cojo mi bicicleta y me voy a trabajar, olvidándome del asunto.
Ese medio día, mientras me sentaba a la mesa a comer, sudoroso y jadeante aún e intentando elegir si quejarme del dolor de piernas o del de culo que me ha dejado el retorno del trabajo sobre la maldita bicicleta, me suelta de golpe, mientras me sirve mi triste ensalada:
-He quedado con unos rumanos para que vengan a ver el jardín mañana sábado a las 10.
-¿Cómo?¿Rumanos?¿¡No íbamos a esperar a después del verano!?
-Sí, pero he pasado por un local y he visto salir un chico con una carretilla. Lo he parado y le he preguntado si hacían chapuzas. Me ha dicho que sí y esta tarde viene a ver.
-¡Pero si no podemos contratarlos!¡No tenemos ni para arena, cuando menos para pagar rumanos, por Dios!
-No es ningún compromiso. Sólo vienen a ver. Tú tranquilo.
Yo no tranquilo, que ya me conozco la canción del “sin compromiso”, pero no había nada que yo pudiese hacer. Las cosas estaban “en marcha”.
A las diez de la mañana, puntuales como el destino, los rumanos llaman que se han perdido buscando nuestra casa. Sale mi mujer toda decidida en su coche a la caza del rumano y por fín, aparcan frente a nuestra casa.
Los rumanos enseguida dejan patente que son marroquíes.
-No somos rumanos, mujer. Somos de Marruecos… Moros.- explica el más bajito mirando con cara rara a mi mujer. Lo de moros lo añade, supongo, en la certeza de que con la palabra “Marruecos” no es suficiente para dejarlo claro a alguien tan intuitivo en eso de adivinar de dónde viene la gente.
Son dos jóvenes de no más de 23 ó 24 años. Uno de ellos, el más bajito, se presenta como Simón. El otro se limita a sonreír. Yo me limito a hacer de espectador en pie consolando al perro al que hemos tenido que atar debido a su conocida afición gastronómica por los extranjeros, mientras mi mujer describe al moro Simón lo que quiere hacer en el jardín.
Tras una serie de explicaciones y alguna que otra pequeña confusión -como que después de más de media hora de explicaciones de mi mujer, el pobre hombre aún creyese que lo que quería era levantar un muro en medio del jardín… y todo porque ella considera sinónimos “Ladrillo” que “Baldosa”…- pasamos a la casa a tomar un café y hablar de números.
Simón es un chaval lleno de entusiasmo y decisión. Está decidido a hacer la chapuza como sea. Incluso tiene un par de ideas muy buenas sobre el tema. Es un ejemplo representativo, hasta donde lo he podido comprobar, del inmigrante decidido a salir adelante como sea a fuerza de trabajo. Nos asegura que lo puede hacer mejor y más barato que nadie, que vendrá a trabajar los fines de semana y los ratos perdidos que le deje su otro trabajo, que nos hace lo que queramos, desde fontanería hasta electricidad pasando por albañilería y carpintería…
-Esta tarde venimos y dejamos todo limpio para empezar el lunes, dice.
-Espera, espera, que sólo quería preguntar, que ahora no tengo dinero, que…
-No importa, mujer, ¿cómo vas a tener así el jardín todo el verano? Es una lástima no poder disfrutarlo.- Le contesta el moro Simón, apuntando directo donde más le duele, mientras su peón sonríe y asiente con la cabeza al tiempo que se hecha unas cinco cucharadas de azúcar en el café.
“Toma de tu propia medicina” pienso, despiadado, mientras miro a mi mujer desbordada por el alud de “las cosas en marcha” que ella misma ha provocado. Al final consigue darle largas al entusiasta y verborréico Simón con la promesa de darle una respuesta al día siguiente.
-Si no tienes dinero lo que hacemos es poner la base de cemento que eso es barato y luego cuando puedas las baldosas.- Es el último argumento de Simón antes de desaparecer camino abajo en su Renault Laguna rojo.
Una vez solos, y en un inteligente uso de la inercia del desconcierto que le ha provocado tanta precipitación, aprovecho para sacar del rincón del olvido los gritos del dios del ahorro, de la lógica y, por supuesto, de la cuenta corriente.
Por unos momentos parece darme la razón. Declara que sí que esperaremos a después del verano, cuando tengamos algo de dinero y entonces hacemos la obra, etc. etc… pero puedo ver rebotando una y otra vez dentro de su cabeza el último argumento de Simón… ya no me creo nada.
Sin embargo al día siguiente llama a Simón y le dice, efectivamente, que tenemos que esperar “por lo menos un mes” a empezar.
Yo suspiro un tanto aliviado. Pobre de mí, tantos años y aún no he comprendido, al parecer, que cuando ella “pone las cosas en marcha” no hay fuerza en este planeta que la detenga. Tres días después suena el teléfono y salta la voz de Simón: Tiene quince inesperados días sin trabajo ahora mismo y quiere hacer la chapuza ya. Es lo único que mi mujer necesitaba: inmediatamente habla con un almacén de materiales de construcción y consigue que le den un camión de grava, no sé cuanto cemento y 180 metros de mallazo totalmente fiado y “Ya me lo pagarás cuando puedas, mujer”.
Pedí ayuda a los dioses, sobre todo al del ahorro, para que parasen todo ese dislate y los mismísimos dioses de los cielos intentaron detenerla cuando a la hora que el camión se tenía que presentar cae una tormenta de aúpa. Una tormenta de las que, disfrazadas de mal augurio, hacían a Julio César desistir de conquistar otro continente… Pero, como siempre pasa cuando los dioses intervienen, fue aún peor.
-Cariño, mañana nos tenemos que levantar a las 7.30 en lugar de las 8.30.
-¿Y eso por qué?
-Porque a las 8 en punto estará aquí el camión de la arena y a las 10 vendrán los albañiles.
¿Eran las risitas de los dioses lo que se oía de raro junto con el despertador a las 7.30? Sospecho que sí…
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