-Mira tío, si quieres que algo venga a tu vida primero tienes que hacerle sitio.

Es una frase que mi mujer me repite muchas veces a lo largo del año. Así, no os extrañe encontrar que, de repente, algo que estaba perfectamente cumpliendo su función en la casa, desaparezca y sea sustituido, de momento, por un triste hueco que luego es sustituido a su vez por aquello que ella desea.

Pero esta vez, en lo que a huecos se refiere, se ha pasado como tres pueblos.

Os cuento:

Teníamos en el jardín una balsa de regar construida por mi suegro con sus manos, piedra y arcilla sacada del primer pozo de agua que se excavó al comprar la tierra (del segundo pozo tal vez os hable algún día), que cumplía perfectamente su función. Es decir, almacenaba agua para regar. Más aún, cuando construimos nuestra casa donó generosamente dos metros de su capacidad para que sirviesen de depósito de agua potable para nosotros.

Después, compatibilizando su función de regadío, se convirtió en fuente continua de gozo y refresco para nuestros niños mientras fueron pequeños, que nunca tuvo depuradora ni nada por el estilo, pero que se le cambiaba el agua tres veces por semana para regar y eso la convertía en “piscina de pobres” para toda la familia.

Más tarde, cuando los niños ya no cabían en ella, se llenó de peces de colores primero y peces japoneses después (también de colores, pero “de marca”). Dichos habitantes de la balsa mantuvieron el ambiente libre de mosquitos y nunca ha habido inquilinos más cómodos de mantener que ellos. Ni siquiera les echábamos de comer nunca, salvo una temporada al principio, cuando el temor de que no pudiesen alimentarse con lo que la balsa generaba por sí sola me llevó a machacar un puñadito de comida seca del perro en el borde con una piedra y lanzarles un puñado de aquella harina de vez en cuando.
Era curioso como enseguida aprendieron que los golpes precedían a la comida y sólo con dar unos golpecitos acudían a la esquina con las bocas abiertas.

Todo muy bucólico y bonito, como podéis ver si es que no os habéis dormido ya. El problema es que a ella no le gustaba. (No sé cómo se escribe un punto gordo, pero, ya sabéis, aquí leéis el punto, o sea: No le gustaba y punto.) y eso es peligroso si eres algo inanimado y te ubicas en sus terrenos, compañero.

Pero ella tenía frente a su decisión dos enemigos importantes: Mi escombro-fobia y su padre (de ella, no de la escombro-fobia). Mi fobia es un muy importante inconveniente, pero sólo para mí, que ella se la salta en cuanto le sale de las narices. Pero mi suegro era un valor sólido. Vamos, que le tenía cariño a su balsa el hombre. No sólo que la hubiese construido con sus manos sin más herramientas que una carretilla desechada de una obra y una pala, si no que la balsa cumplía perfectamente su función y el hombre es incapaz de tirar nada que funcione, ¡qué diablos!

Mas la tenacidad de mi mujer tiene algo de tectónico, de imparable, de fuerza que se acumula y de repente genera un tremendo terremoto (y un montón de escombros, por supuesto). Año tras año, desde hace más de quince, cuando llega la primavera se puede oír aquello de “De este año no pasa que quitemos la Balsa, que nos resta mucho espacio en el jardín y ahí quiero poner cosas bonitas”.

Y de este año no ha pasado.

Hace unas semanas pasó ella junto a una de las decenas de miles de zanjas y obras que convierten Albacete en un insoportable laberinto de vallas, agujeros, montones de cascotes, calles cortadas y asfalto mal parcheado. Dos mini-retroescavadoras se afanaban en abrir y cerrar una zanja en una calle estrecha maniobrando de aquí para allá y girando sobre su popio eje cuando el diablo de las reformas se ubicó tras la oreja de mi mujer y le dio un mordisquito en el lóbulo.

-¡Oiga usted! ¡Pare un momento y contésteme a una pregunta! -increpó al maquinista.

El hombre detuvo su máquina y paró el motor cuyo estruendo obligaba a gritar en lugar de hablar.

-Dígame, señora.

-¿Ustedes sólo trabajan en grandes obras o también hacen pequeñas reformas?

El hombre se rasca la cabeza y contesta, prudente:

-Eso lo tendrá que preguntar a mi jefe. Aquí tiene el teléfono pintado en el costado de la máquina.

El teléfono fue anotado al instante y tecleado esa misma tarde.

-Sí señora, tenemos cinco máquinas y no están los tiempos como para despreciar trabajos.

No abundaré en detalles. Después de que el mentado jefe, un individuo bajito de unos cuarenta y muchos, motero de fin de semana y rockanrolero en ratos libres, con el pelo largo y la voz interesante -según mi mujer-, viniese por nuestro jardín para echar un vistazo, trajeron al monstruo devora balsas una tarde lluviosa de Abril a lomos de un camión seguido de otro camión con una grúa para bajarlo del primer camión. Un tercer camión trajo tres contenedores de escombros para llevarse el cadáver de la otrora bucólica balsa.

Yo, por segunda vez después del episodio de los operarios de IKEA, podía limitarme a ser espectador de la reforma y, armado con la cámara que me regalé esta navidad, me erigí en reportero gráfico del evento.

El primer problema apareció de inmediato: A nadie se le había ocurrido vaciar la balsa. Ni sacar los peces, claro. Hubo que abrir el desagüe y esperar pacientemente a que toda el agua se fuese por él. Los pobres peces empezaron a poner cara de asombro según su universo se reducía en tamaño y mi hijo pequeño se tuvo que meter, provisto de mis chanclas de andar por casa y dos cubos -uno para pillarlos y otro para meterlos-, a sacarlos de allí.

El segundo problema: La balsa ejercía una sub-función de soporte de las parras de las que todos los otoños mi suegro fabrica un vino natural para consumo propio. Entre mi suegro y mi sufrido hijo pequeño Carlitos, rescataron del almacén-chatarrería que mi suegro mantiene para “si hace falta para algo”, un par de puntales oxidados. Se engrasaron los puntales y se apuntaló la parra con ellos.

El motero–rockanrolero–jefe-derribabalsas manifestó tener un hijo totalmente aficionado a los peces y se marchó con el cubo lleno de ellos rápidamente, “para que no asfixien ahí”, dejando la tarea de derribar la balsa a su currito, que en algo se tiene que notar que uno es jefe, oiga.

El currito era… un hombre feliz. No sé describirlo de otro modo. Grande, regordete, de unos treinta y muchos y con una sonrisa simple y perenne en su cara. Vestía sólo un jersey, sin chubasquero ni abrigo, pero no le importaba en absoluto pasar la tarde bajo la lluvia. Se acodó con su sonrisa para disfrutar del espectáculo de Carlitos chapoteando en la balsa detrás de los peces e irradiaba una especie de calma simple a su alrededor que sería la envidia de cualquier gurú budista. De cualquier gurú budista que se hubiese atrevido a salir a esa lluvia, claro.

Solucionados los poblemas, una, dos y trés y la voraz máquina enfrentó su acero a la ancestral piedra y arcilla.

En pocas horas todo había terminado, y aunque tardaron tres o cuatro días en volver a traer los camiones y llevarse al monstruo. Pronto se hizo evidente que, ganar hueco, lo que es ganar hueco, habíamos ganado hueco.
… y escombros. Muchos escombros.

Ahora el jardín está lleno de cicatrices. El caminillo de grava fue aplastado y destrozado por las ruedas del bicho, los bordillos que separaban la grava de los vergeles han desaparecido llevados entre los escombros o enterrados por el peso de la máquina. El suelo desnudo de lo que fue la balsa es un campo minado de azulejos resbalosos si llueve o el depósito gotea. La gente pregunta si hacemos pruebas con misiles en el jardín o qué… pero tenemos hueco. Eso sí.

Lo peor es que, tal como está la economía familiar y nacional, vamos a seguir teniendo hueco mucho tiempo. En la mente de mi querida esposa siguen habitando nebulosas imágenes de un suelo enladrillado en imitación a pizarra, de un toldo-cenador (de IKEA, supongo) bajo el que vivirían unos sofás y sillones idóneos para lánguidas conversaciones en tardes de verano.

Personalmente creo que fue un error llevarla a ver “Memorias de África”, que ya me veo vestido con un traje de lino, pajarita y un sombrero redondo de paja, tomando el té en tazas de fina porcelana bajo un toldo rodeado de visillos semi-transparentes y diciendo cosas así como ¡Oh, querida! y ¡Bondad divina!…

Malvadamente me consuelo pensando en que el perro se meará en sus sofás, se comerá sus cortinas y llenará de pelos y marcas de patas sus sillones. Dulce venganza que yo nunca realizaré, claro, sólo me limitaré a observar, desconcertado, cómo esas imágenes y sueños que se forjan dentro de esa cabecita se materializan en una extraña alquimia que aún no he sabido explicarme

Aquí tenéis el reportaje gráfico completo desde la zona de guerra: