Luz roja.
Paro la moto en el semáforo. A mi derecha un hombre de mediana edad espera el verde para pasar. Tiene pinta de alcohólico, barba canosa de varios días, ojeras enormes y va muy sucio. Cuelga una bolsa de supermercado medio llena de su mano y toda la tristeza y la derrota del mundo de sus ojos y hombros.
Dos señoras, vecinas quizá, llegan a su altura y lo saludan con un gesto de cabeza. Él responde de igual modo. Ellas lo miran. Él lo percibe. Sus hombros se levantan unos centímetros. Su cara refleja una autoconsciencia dolorosa. El saludo lo ha sacado de su fracaso, de su derrota vital y desaliñada y lo ha traído al mundo donde hay mujeres que te miran y te juzgan.
Alza los hombros y la barbilla un poco más. Todos los restos de la dignidad que le quedan rebañados en gesto de vaga autoafirmación, de vaga dignidad de hombre, de ser humano.
Luz verde para los peatones. Las dos señoras se adelantan. El hombre deja caer los hombros y la cabeza, otra vez derrotado. Mira un poco a su alrededor y cruza la calle arrastrando los pies.
Luz verde.
Mi moto salta hacia delante, hacia mi casa, hacia mi vida, dejando atrás esas vidas anónimas apenas entrevistas.
Luz verde, ¡Vamos, vamos, vamos…!