El amor a la lectura
Las penurias de un motero al que le gusta leer
El sitio estaba tentadoramente resguardado, entre el contenedor de basura y el cintillo, como metro y medio de ancho. Quepo. Seguro.
Me había pasado la librería ya casi una manzana entera, cuando normalmente dejo la moto en la puerta. Los coches lo ocupan todo hoy y estoy ya un poco harto del tráfico de las siete de la tarde y de gente cabreada saliendo del del trabajo con ganas de llegar a su casa. El número de morros de coche que asoman en las esquinas y que parece que no van a frenar y el número de enlatados que cambian de carril sin intermitente se multiplica en días así. No me gusta mi ciudad en momentos como éste, pero me han comunicado que ha salido un nuevo libro de mi escritora favorita de Cienca Ficción y Fantasía, que hacía un año que no publicaba nada y, además la última entrega de Alatriste. Irresistible.
Enfilo la moto hacia este prometido refugio y cabe perfectamente. A la izquierda el contenedor, a la derecha el bordillo. Me bajo, por el lado izquierdo y bajo la pata de cabra. En ese momento me doy cuenta de que si dejo caer la moto sobre la pata va a rozarse con el contenedor. ¡Joer! Me tenía quehacer dado cuenta, debía haberla dejado pegada al bordillo para poder inclinarla. ¡Joer! ¿Alternativas? Sacarla y volverla a meter (como diría el Obispo a la Corista) o poner el caballete central. ¡Eso es! El caballete, que para eso venía de serie.
Sin quitarme ni el casco ni los guantes, bajo el caballete hasta que apoya en el suelo, piso la palanca para levantar la moto, dejo caer todo mi considerable peso en ella y ¡Ummmpfff! Nada. Ni un milímetro hacia atrás. La moto está ligeramente en cuesta con el morro abajo y no basta mi peso para levantarla. No problemo. Avanzo el pie izquierdo para hacer más fuerza hacia atrás y ¡UMMMMMPPPPFFFF!
La moto se levanta unos centímetros, gira el morro a la izquierda y vuelve a caer, quedando a 5 centímetros del contenedor.
¿Y ahora qué? Desisto de dejarla aquí. Hay que sacarla (como decía la corista al señor obispo), pero resulta que si la hago ir hacia atrás se va a rozar el carenado contra el poste metálico que ancla el contenedor. No puedo girar el manillar sin dar con el guardabarros contra el contenedor. ¿Qué hago ahora?
Ante todo mirar a mi alrededor a ver si alguien se ha dado cuenta de la ridícula situación. Nadie parece mirar hacia mí. Bueno, al menos por ese lado no ha pasado nada. Nadie se ha dado cuenta de que he empezado a sudar.
Empujo la moto hacia atrás milímetro a milímetro. No sale sin tocar el poste por unos tres centímetros. Inclino la moto hacia la derecha un poquito… un poquito hacia atrás… salvo el poste… la moto se inclina más a la derecha… y de repente me doy cuenta ¡Se me está cayendo al suelo por la derecha! Afianzo bien los pies y doy un tirón hacia atrás con toda mi fuerza pero mi culo choca contra el maldito poste y reboto hacia delante. La moto se sigue inclinando poco a poco hacia el suelo. ¡No!¡Otra vez no! Imágenes de los 60 euros que me costó la última tontería de éstas baila tras mis ojos. Mi mano derecha vuela desde el manillar hacia el agarre del pasajero junto al asiento con la rápidez de Houdinni huyendo de su sastre. Aquí puedo hacer más fuerza Tenso todos mis músculos y ¡AAAaaUUUUmmmPPpfff!…..
Y la moto se recuesta tranquilamente contra el suelo.
No ha habido golpe. No ha habido roces. Simplemente se recuesta contra el bordillo quedando inclinada, sin llegar a tumbarse contra la acera.
Me cae el sudor dentro del casco. ¡Joer, joer y joer! Me levanto la visera para respirar. Afianzo mis pies y levanto la moto como si fuese una bicicleta. La saco del maldito sitio y, sin mirar a mi alrededor (prefiero no saber el grado de ridículo en la escala Ritcher) me monto en ella y salgo de allí.
Como a 10 metros hay un sitio de unos 4 metros de ancho e igual de resguardado. Aparco. Pata de cabra. Pinza de freno. Fuera casco. Fuera guantes. Fuera braga de cuello. Respiro. ¡Joer! Baúl abierto. Dentro casco. Dentro guantes. Dentro braga. Baúl cerrado.
Ahora sí miro a mi alrededor y nadie parece haberse dado cuenta. Mejor.
Con paso digno me dirijo a la librería y me sumerjo en sus maravillas.
A la vuelta, con tres libros tres en mis manos, me dirigo a mi amada moto. No hay mucha luz, pero un atento examen me dice que no se ha hecho nada de nada. Mejor.
Abro el baúl, y comienzo el ritual de sacar el casco, guantes, etc. Mientras lo hago un adolescente anoréxico en un escúter tuneado hasta el infinito (con luces de neón en los bajos y todo) va buscando sitio para aparcar. Me ve en pleno ritual y, sin mirar si viene alguien o no, atraviesa dos carriles con el entusiasmo de un kamikaze en una fábrica de portaaviones hasta situarse tras de mí. Allí, se cruza de brazos y me mira, como diciendo “¿Te vas o qué?” mientras, hiperactivo, golpetea con un pie en el suelo y comienza a morderse las uñas. Yo lo miro desde la altura de mi madurez y experiencia. Continúo con mi ritual de vestimenta motera mientras telepáticamente le transmito: “Podías ponerte el casco, so descerebrao”. Después meto la llave, contacto, me fijo que el motor aún está caliente y BRRROOOUUUMMMM, arranco con un sonoro acelerón para que el descerebrao aprenda lo que es una moto de verdad. Empiezo a remar hacia atrás y la moto se atasca ¡Joer, Joer y más Joer! ¡La puta pinza de freno! ¡Se me ha olvidado la pinza de freno!
Con la cara de un ministro en un funeral de estado, paro el motor, bajo de la moto, quito la pinza, la coloco en su soporte y mientras me subo de nuevo a la moto no puedo evitar ver cómo el hiperactivo se está partiendo el culo de risa en su escutre.
Arranco y me voy a mi casa.
Lo que le cuesta a uno el amor a los libros ¡Joer!
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