Otra vez en la vida como en la moto…

El viejo camino asfaltado, estrecho, lleno de baches y flanqueado de vegetación, pasa como a un kilómetro de mi casa y esta mañana he recorrido la pista de tierra que lleva hasta él para seguirlo hasta la carretera nacional, que me llevará a la autovía que a su vez me conducirá alrededor de la ciudad en un inmenso semicírculo hasta entrar por la entrada que hay a 500 metros de mi trabajo. Esta mañana, como otras muchas, he tomado ese camino largo de 30 kilómetros que ya os he contado alguna que otra vez.
Pero todo esto es algo que ya os he contado en otras ocasiones. No quiero hablaros de eso, no quiero hacerme repetitivo. Sobre lo que quiero escribir hoy es sobre un nuevo matiz sobre esa metáfora de la vida que es la moto que me ha asaltado a la conciencia esta mañana, mientras ese precioso camino que os mencionaba arriba se deslizaba bajo el ronroneo de mi moto.
Veréis, esta mañana, como casi todas las que comienzo sobre la moto, mi boca iba cantando a voz en grito dentro de mi casco (hoy tocaba el aria “Lilium”, cabecera de la última serie de anime que he visto), mi cuerpo iba 100 por 100 consciente de la caricia de ese aire fresco de día recién estrenado y mis ojos se bebían todo ese verde que rodea el lugar donde vivo y que no siempre me molesto en disfrutar como debiera. Entonces, como tantas otras veces, me he sentido completa y estúpidamente feliz en ese baño matinal de aire, adrenalina y velocidad. Imposible no llegar al curro con una sonrisa en la boca. Imposible no llegar con los ojos brillantes…
Pero hoy me ha surgido la idea de que toda esta felicidad, toda esta intensidad que vivo a solas sobre mi moto no dejará más huella que unos cuantos dígitos más en el odómetro de mi V-Strom y un ligero desgaste en mis gomas. Todos estos momentos increíbles se diluirán en el tiempo como el humo del escape en el viento…
E inmediatamente lo he visto claro: es un tema de voluntad. Ya os he hablado alguna vez sobre el impulso, demoledor e inevitable, que nos hace vivir, que nos hace montar en moto. Pero hoy me he dado cuenta de que no es sólo que no pueda evitar vivir. Es que quiero hacerlo.
Resulta que ante el absurdo de la muerte y el tiempo no sólo tengo un impulso ciego que oponer, es que también tengo la decisión consciente y firme de vivir. Quiero vivir, no sólo lo necesito, lo quiero. Me da igual lo absurdo que sea, lo desapercibido que pase, lo quiero. Quiero seguir cantando dentro de mi casco ese canto que nadie oye y, más aún, quiero que sea un canto de alegría. Porque quiero, porque me niego a ser esclavo de lo que me rodea, de lo que me dicen, de lo que me presentan o de lo que me suceda.
Pasamos por la vida como montamos en la moto, a solas. Nuestro cántico privado, el que de verdad importa, el que oímos continuamente, no traspasa casi nunca el ámbito de nuestra propia cabeza y es un canto que no podemos parar, pero sí podemos modular. Sí podemos elegir qué canción cantar.
Cuando hacemos algo porque nos sale de dentro y porque queremos, cuando unimos impulso, voluntad y acción, lo que hacemos nos define. Es una manifestación de lo que somos.
No sé en qué me convierte montar en moto, no sé en qué categoría me define el ir cantando a gritos mientras dejo una estela de felicidad desde mi moto por las mañanas, ni siquiera estoy seguro de querer saberlo, pero sí os digo una cosa: No puedo ni quiero dejar de vivir como no puedo ni quiero dejar de montar en moto.