A mi mujer no se le puede negar la constancia, o mejor tenacidad por no decir obstinación, en cambiar, reformar y acoplar el entorno que la rodea para que sea conforme a la imagen del mundo que tiene en su incomprensible cabecita.
Hace quince años construimos una casa y nos vinimos a vivir en ella. La casa se construyó en un tiempo récord de 42 jornadas laborables y no, no se ha caído todavía. El problema de la velocidad es que no hay tiempo para decidir. A la hora de poner el suelo, los albañiles nos plantearon tres modelos de gres a elegir y elegimos el que más nos gustó de los tres. Un color rojizo asalmonado lleno de vetas blancas finitas que a mí, por lo menos, me gustó mucho. Mi mujer dijo: “No me gusta ninguno, pero bueno, este es el menos malo”.
Han pasado quince años y el suelo sigue ahí, claro. No ha generado ningún problema, ninguna grieta, ningún ladrillo se ha resquebrajado, ninguno suena al pisarlo. Es sufrido, admite mucha tierra y polvo sin que se le note nada de nada y a mí me sigue gustando. Pero a ella no. Desde que acabamos la casa viene diciendo que ella lo que quiere es tarima de madera. Yo, con mis ya mencionados reflejos de marido bien entrenado, me limito a agachar la cabeza cuando habla de ello y esperar que pase la tormenta. Al fin y al cabo, el cambiar todo el suelo de la casa son palabras mayores ¿no? Es caro y hay que montar mucho follón ¿no? Seguramente eso es algo que ella tiene en la cabeza como lo de ir al Niágara a ver las cataratas o mi viaje a los Cárpatos en moto: algo que sabes de antemano que nunca vas a realizar…. ¿no?
Pues no. Es increíble la determinación que cabe en tan pocos centímetros cúbicos de masa cerebral. Si ella se propusiese detener las placas tectónicas, las pobres empezarían a mirar a su alrededor buscando alguien que les empujase un poco. Dejadme que os cuente:
Tenemos un amigo, uno de esos de verdad, que tiene una empresa de decoración y reformas. El hombre se pasa el día agradeciendo a los dioses vivir en Cuenca, que si viviese más cerca de mi mujer se vería obligado a nombrarla Directora General de Proyectos o algo así. El caso es que a este amigo yo le hice por pura y simple amistad la página web de su negocio. En víspera de uno de los viajes que hice a su casa para aclarar los detalles de la misma una suerte de malvada bombilla se encendió un palmo sobre esa cabecita:
“¡Oye! ¡A lo mejor él te puede conseguir el suelo a un precio más barato que lo que he visto por aquí!”
¿Que ella ha estado viendo precios y presupuestos? Siguendo la vieja recomendación de confesionario me doy inmediatemente por follado, pero aún intento una débil defensa:
“Pues no sé…”, respondo un tanto titubeante, “A lo mejor sí, pero…¿no lo interpretaría como un intento de contraprestación por la página web? No quiero que piense que le estoy haciendo esto a cambio de lo otro, querida, cuando uno tiene amigos es fundamental mantener una…”.
“Tonterías”, responde enérgica, “Mañana le preguntas si nos lo puede conseguir más barato y punto.”
Y aquí me tenéis, inseguro y disconforme con lo que estaba haciendo, preguntando a mi amigo si él puede conseguir tarima flotante más barata que en las tiendas.
“Por supuesto”, me contesta, “ y además te lo pongo yo de amigo a amigo”.
Le sonrío. No hace falta decir más, pero en mi interior visiones de caos y agujetas empiezan a tomar cuerpo.
Me salto los preliminares y baste contar con que al cabo de un mes llegó el momento de poner el suelo. Tampoco voy a entrar en detalles de cómo fue, de cómo currelaron en el tema tres amigos y de cómo yo arrastré penosamente mis ciento veintipico kilos por el suelo de todos los rincones de la casa. Baste saber que empezamos a ponerlo un viernes a medio día y terminamos el sábado a las 4 de la mañana. Que daba la casualidad que ese mismo sábado mi mujer se examinaba de las oposiciones que llevaba estudiando seis meses. Que dejó el suelo, se duchó, se piró al examen y volvió a poner suelo. Que sacó un seis y pico en el examen (aún no sabe si tiene plaza o no) y que yo descubrí años en mi cuerpo que tenía olvidados en la memoria, kilos que no se reflejan en la báscula y rigideces que ya conocía, que ya temía y que se lo pasaron en grande riéndose de mis corvas, riñones y demás.


La tarima invasora devora el antiguo suelo

Ahora tenemos suelo de bonita tarima de Pino Montreal. Se oyen los pasitos de los gatos por el pasillo y todas y cada una de las migas de pan al caer al suelo. Se ven como iluminadas por un foco todas y cada una de las gotitas de agua que caen al suelo y todos los habitantes de la casa nos miramos temerosos unos a otros cuando ella llega y se pone a mirar a su alrededor. Muy dispuesta ella, ha comprado metro y medio cuadrado de metacrilato transparente y lo ha colocado debajo de la percha del loro para que no caiga nada en la tarima. El loro ya no canta pensando que no es bien recibido en la casa y la iguana no se atreve a reírse de él porque está amenazada de muerte en caso de salir de su terrario. Los gatos, por cierto, tienen prohibido dormir dentro de la casa porque a veces se meaban por la noche en el suelo y se está hablando de poner un zapatero en la puerta de la calle con pantuflas de cambio obligatorio para todo el mundo. Hay que ir esta semana que viene a comprar fieltros para colocar en las patas de las sillas y el que tire agua al suelo está amenazado con el destierro eterno. Es agradable andar descalzo pero lo tenemos prohibido si llevamos los pies sudados… “Que dejan marcas ¿No lo ves?”
En fin… para qué contaros, compañeros. Sin novedad en el frente.