El Hombre Desconcertado sigue su camino por la vida lleno de desconcierto. Para rellenar ese hueco, supongo, mi hijo el mediano, el roquero, ha decidido llenar su vida (la del Hombre Desconcertado, su padre, o sea, la mía) de conciertos. De conciertos de Rock & Roll, para ser más precisos.
Una tarde de finales de verano sale de su madriguera -habitación o dormitorio no parecen ser los calificativos adecuados- y se presenta en el salón.
“Mañana tengo concierto”, anuncia mientras se sacude el pelo que le llega a media espalda. Con eso lo dice todo.
Desde que comenzó a tocar en público, unos tres años atrás, nunca nos hemos perdido un concierto suyo. No es que nos apasione el rock, pero sí nos causa cierta emoción el verlo en un escenario. Es un poco la metáfora de la vida y la paternidad. Desde los primeros acordes que le enseñé en una guitarra española de más de veinte años de antigüedad hasta verlo subido en un escenario agitando esa melena rubia abrazado a una guitarra eléctrica, hay toda una gama de sensaciones, orgullo, ternura y miedo al 33%, que se ponen sobre la mesa, perdón, sobre las tablas.
Me ponía especialmente tierno un momento que se daba en los primeros conciertos cuando, después de estar ya en el escenario y haber probado el sonido, cuando estaban a punto de comenzar, me buscaba entre el público, me hacía una seña y yo me acercaba al escenario. Entonces él me pasaba el teléfono móvil, las llaves de la moto, la cartera y el cepillo para el pelo -esto último era para estar guapo en el concierto, no es que lo lleve siempre en el bolsillo- de forma que no le estorbase durante la actuación (Me dolió cuando no pude asistir por motivos de trabajo a dos de sus conciertos seguidos y a partir de ahí ya no se repitió ese momento más… que se había echado novia y ella era la portadora, pero eso es otra historia).
“¿Dónde?” pregunto mientras mi cerebro escarba en mi más bien corta agenda del día siguiente.
“En un pueblo, en Casas de Lázaro, creo que se llama. Por la noche.”
¡Bing! De repente las complicaciones logísticas del evento se elevan 5.1 grados en la escala de “qué coñazo”. Me encanta ir a sus conciertos a verlo actuar pero, en la ciudad, tras el concierto los viejitos nos piramos a nuestros confortables hogares y si el tema es en pueblos nos suele tocar hacer de transportistas, con lo que los eventos se pueden alargar hasta el infinito…
Y para allá que nos vamos los dos padres, el hijo artista, la guitarra eléctrica y toda una galaxia de pedales, cables, altavoces y no sé qué más esotéricos accesorios que llenan el coche hasta arriba. El evento es el Lazarock I. Acuden los combos de la escuela de música moderna de albacete y un grupo de rockabilly más o menos famosete en la zona. Llegamos a eso de las 10 de la noche, que el evento empezaba a las 11 y había que probar primero.
Durante el viaje empezamos a conocer los detalles del evento. Mi niño toca en penúltimo lugar. No tiene un grupo definido, sino que uno de los combos en cuestión no tiene cantante y le ha pedido que cante él. No, no han ensayado antes más de un par de veces. Su premio es que le dejen una canción para cantar y tocar la guitarra al tiempo, que al fin y al cabo él es guitarrista.
¿Que a qué hora va a tocar él? Buff… pues no se sabe bien, pero a eso de las dos o así, más o menos y según.
¿¿Las dos?? miro el tablero de mandos del coche y veo al reloj parpadeando, muerto de risa, que marca las 21:30… Nos esperan como mínimo cinco horas de manchego Rock & Roll ¡yeah!
Aclaro aquí que eso de los combos son los grupos formados por los alumnos de la escuela de Música Moderna de Albacete, grupos de muy limitado repertorio y dudosa calidad (menos mi niño, claro) a los que hemos oído una y otra vez en los últimos dos años tocando las mismas canciones con más o menos fortuna y variadas condiciones técnicas y sonoras. ¡Cinco horas de eso en una noche de sábado! Lo que los hijos no te hagan hacer…
El escenario está montado en una especie de patio o terraza junto a la plaza del pueblo. En un lado hay una pared enorme del edificio adjunto y pegado a ella está el escenario. Para que no quede duda de que es rockanrol hay una regleta con cinco faros de colorines que se encienden en secuencias variadas y dos focos de esos que proyectan dibujitos variados de colorines sobre la pared. En el patio está el público, claro, compuesto en un 30% de nativos del lugar, que aparentan acabar de aparcar el tractor y tras lavarse la cara han ido a ver a todos los forasteros, que se dividen en tres especies diferenciadas, a saber:
1.Los músicos y técnicos de cada grupo. Principal especie a observar por los nativos, dada la cantidad de metro lineal de pelo que juntan entre todos y la variedad y cantidad de prendas de cuero que visten, suficientes como para que los de green-peace monten una protesta, aderezadas con una ferretería, o dos, de accesorios colgantes.
2.Los familiares-transportitas de la especie 1, entre los que nos incluimos mi mujer y yo. Distinguibles por la cara de estar fuera de lugar en ese pueblo, por mirar siempre hacia la misma sub-especie de la especie 1, en el que con seguridad está ubicado el/la heredero/a de su patrimonio genético y por las miradas de reojo que se dirigen entre ellos como diciendo: ¿Serán éstos también padres de algún músico?¿Les decimos algo a ver si compartimos experiencias/desgracias sobre el hecho de ser padre de artista minoritario en Castilla-La Mancha?
3.Las novias, amigas de las novias y amigos íntimos de los músicos que han encontrado hueco en los transportes de la especie 2. Ataviados con algo más de sensatez que los del grupo uno y distinguibles por las caras de admiración hacia ellos y por el entusiasmo en los aplausos y saltitos frente al escenario.
Mezclados con todos corretea la descendencia de los nativos del lugar, mitad rulaos de risa por las pintas de los jevis, mitad excitados por que les dejen estar en la calle hasta tan tarde.
Aparcamos el coche, descargamos el equipo y nuestro vástago se pierde entre la maraña de melenas.
Son las 10.
Buscamos un bar y tomamos un café.
Terminamos a las 10:20
En el escenario se oyen los “Sí. Sí. Probando. Probando. Jei. Jei” de rigor. Mi mujer y yo hablamos de todo lo que se nos ocurre y a eso de las 11 comienza el chow.
Comienzan los Rockabillys famosetes. Tocan hora y media la misma canción varias veces o muchas canciones iguales, no soy capaz de decidirlo. Cuando terminan, los miembros de las especies 1 y 3 llevan un rato gritando “¡Ya está bien!¡Dejad algo para los demás!” A lo que ellos responden “A petición del público vamos a tocar otra”. Y repiten la canción una vez más, ahora alargando el final hasta el infinito para presentar a los miembros del grupo. Cuando por fin se callan tienen que desmontar el equipo, embalarlo y cargarlo en su furgoneta. Se produce un parón en el espectáculo.
Busco a nuestro amado hijo en busca de información. Lo encuentro bastante indignado “Estos cabrones se han pasado media hora y, además, no nos han dejado probar a nosotros el sonido. Ahora hay que probarlo todo otra vez.” Le pregunto cuánto van a tocar los demás grupos y me dice que unos tres cuartos de hora cada uno. “Bueno, sólo son tres grupos antes que el tuyo”, digo. “No. Cuatro, que éstos no contaban” , me responde.
Mientras se vuelve a oír eso de “Sí, Sí, Jei. Probando” hago cálculos cinco grupos a tres cuartos de hora… y son las … y me duelen los pies… Se me ocurre una idea: “Vamos a dormir un rato al coche, le digo a mi mujer”.
Y así lo hacemos. Reclinamos los asientos y me cubro los ojos y oídos con una camiseta que hay en el asiento trasero. Sorprendentemente consigo dormir.
Cuando repuestos y medio dormidos salimos del coche a eso de las tres y media de la madrugada aún queda un grupo por tocar y luego le toca a nuestro niño y su grupo prestado. Para entonces la candidad de nativos observadores ha menguado mucho. Los caretos de los miembros de la especie 2 refleja toda una sabrosa gama de emociones que van desde el cansancio al deseo de estrangular a alguien.
La corriente se va del escenario aproximadamente cada diez minutos, lo que da pie a reiniciar la canción desde el prinicipo al grupo de turno, y alarga cada actuación un cuarto de hora al menos.
Sin embargo los grupos uno y tres siguen indemnes en su entusiasmo y no han disminuido un ápice ni la intensidad ni la altura de sus saltitos. Tan sólo se observa alguna baja en el grupo tres por coma etílico o similar en algún rincón del patio.
Nos refugiamos en el bar, que está situado al otro lado de la pared que hace de telón de fondo al escenario. Una coca-cola, dos. Un café, un batido. Al final nos hacemos amigos de la dueña y todo, que tiene abierto porque vive encima del bar y hasta que no acabe el ruido, perdón la música, no puede irse a la cama y prefiere tener abierto que cerrar y buscar la escopeta.
Para cuando mi niño toca y canta ya no quedan prácticamente nativos en pie. El grupo 1 y tres son los únicos espectadores, y los caretos del grupo 2 se decantan decididamente a favor del aborto retroactivo y de que vuelva Franco, o algo.
Llegamos a eso de las cinco y media a casa y es entonces cuando no puedo evitar quedarme con cara de tonto, desconcertado, bloqueado entre los impulsos opuestos de matarlo o abrazarlo, al oír a mi niño decir “Bueno, no ha estado mal ¿no?” mientras se pierde en su madriguera tarareando Sweet Home Alabama, que ha sido su canción de premio.

En la foto mi niño cantando. Obsérvese el interesante efecto de humo galáctico al fondo casi matando al batería…