El peor momento

Como os dije, soy incapaz de resumir este viaje inolvidable en un solo blog. Fueron demasiadas cosas demasiado inensas. Dejadme que poco a poco, al menos, os intente desgranar algunos de los momentos vividos. Aquí tenéis el peor momento que viví en el viaje:

Nos detenemos en el arcén de un falso llano en medio de la sierra. Bajo la pata de cabra y corto el contacto. Me bajo de la moto y entonces pienso que si viniese alguien  por la carretera, cosa muy improbable, podríamos causar un accidente. Enciendo, pues, las luces de emergencia. El intermitente delantero derecho brilla cegador con su carcasa rota en la caída de hace media hora. Me molesta. Apago todas las luces y dejo en manos de Dios y la prudencia de la gente normal el que no pase nadie por este paraje a estas horas.
Curiosamente hace más frío parado que en marcha sobre la moto. Será porque parado alzas la visera y te quitas los guantes. No lo sé. Pero es así. En el arcén estamos 7 motos. Cinco íbamos juntos cuando Taza, jefe natural e indiscutido de la ruta, ha hecho recuento por los retrovisores y ha parado para reunirnos. Dos han llegado un minuto después. Me he sentido más tranquilo cuando he visto los dos faros bajando la cuesta que hay como un kilómetro más atrás. Faltan tres.
Miro a mi alrededor y por primera vez en la noche, no será la última, me digo a mí mismo “No estamos preparados para ésto”. Aún no son las 10 de la noche. Estamos parados sobre la cinta negra de la carretera rodeados de nieve blanca y virgen. Todo parece irreal sobre el reflejo de la luz de la luna y las estrellas en ella. Es un fulgor que reduce el mundo a blancos y negros. Hace frío. Hace un frío del diablo. Por cada grieta de tu ropa donde asome la piel puedes notar cómo se te escapa el calor.
Ya llevamos cinco minutos aquí comentando el paso por Orihuela del Tremedal, donde cuatro de nosotros, yo incluído, hemos caído al suelo. Aprovecho la espera para mirar con todo el detenimiento que esta luz permite, si la moto ha sufrido algún desperfecto aparte de los intermitentes. Ninguno. Gracias a Dios. Observo que se le están formando chuzos por debajo. Es el agua de la nieve derretida al contacto con el motor, que al escurrir por la pata de cabra se congela de nuevo.
Diez minutos. La cuesta sigue oscura. No hay más faros bajando por ella.
– Ha pasado algo- Digo en voz alta-. No es normal tanto retraso.
Sólo ha transcurrido una media hora desde la última parada. Es demasiado retraso para un tramo tan corto. Ninguno dice nada en voz alta, por no llamar a la desgracia, supongo. Pero sé que por dentro, igual que yo, todos tienen miedo.
Imágenes de lo peor me asaltan. Si alguna moto se ha dañado y no puede seguir, ¿qué hacemos con ella? Es imposible que ningún mecánico venga con una noche así. Si alguno se ha caído en alguna de las curvas heladas que hemos pasado y se ha hecho daño, si alguno se ha salido en alguno de los cortados que hemos bordeado… ¿qué vamos a hacer? ¿Alguno lleva mantas térmicas o algo así? ¿Cómo lo trasportamos o abrigamos hasta que venga alguien?
Miro mi teléfono y compruebo que tiene cobertura. Eso me tranquiliza. Los que faltan tienen mi número, si hubiese pasado algo serio llamarían, supongo. Luego pienso que tal vez ellos no tengan cobertura, o batería, o qué sé yo.
No digo nada, pero tengo miedo. Pasan otros cinco minutos y Taza dice que esperemos aquí, que él vuelve a buscarlos. Me siento obligado a ir con él, pero sé que él va más rápido que yo y posiblemente sería un retraso.
-Llama si ha pasado algo- le digo-. No me contesta, tiene la vista fija en la cuesta de marras y sé que está tan preocupado como yo.
-Llama ¿eh?- Repito. Asiente y sale disparado.
Me siento más tranquilo. Taza es de otro planeta. Es mejor motero que ninguno de los que aquí estamos y es el motero que querrías tener a tu lado en un momento como éste. En dos minutos seguro que nos despeja el misterio de qué está pasando allí atrás.
Nos quedamos a la orilla de la carretera. Sigue haciendo un frío espantoso. Me pongo los guantes y el casco otra vez. No recuerdo muy bien de qué hablamos mientras esperábamos porque tuve el pensamiento puesto en los tres que faltan y los ojos fijos en la, a estas alturas de la noche, odiosa cuesta de atrás.
Finalmente una luz baja la ladera. Por la velocidad que lleva sé que es Taza e inmediatamente me tranquilizo. Si hubiese pasado algo malo habría llamado y no habría dejado solos a los rezagados. Noto cómo una sonrisa se aprieta contra los laterales del casco.
Llega a nuestra altura y nos aclara lo ocurrido.
-No pasa nada. Ginés se ha caído, ha notado que perdía algo de aceite por un cilindro y se han quedado para comprobar que la pérdida no tenía mayor importancia.
No ha terminado de hablar cuando una, dos y, por fin, tres luces aparecen bajando la cuesta al ralentí. La sonrisa no quiere salir de debajo de mi casco y de las dos bragas de cuello que llevo. El miedo y las dudas se vuelven a agazapar debajo de la intensidad de la noche que estamos viviendo y las bromas entre colegas y amigos retoman el primer plano
-¡Podíais ir un poco más rápido, cabrones!
-¿Habéis parado a tomar chocolate y churros?
-¿Qué pasa, no queréis salpicaros las botas?
Tras una charla explicativa, unos chistes y unas risas aliviadas volvemos a subir a las motos. El ronroneo de mi moto me tranquiliza. El pensamiento vuelve a proyectarse hacia delante, hacia lo que nos espera todavía, hacia esa cena caliente que nos aguarda en ese hotel donde nos esperan. Todo vuelve a estar bien. En la noche, entre el frío, el hielo, la sal y la nieve, volvemos a ser doce motos, volvemos a estar juntos doce amigos.