Granito negro
Domingo. Seis de la tarde.
Sólo en casa, con la estufa, digo, chimenea susurrándome como telón de fondo a las musiquetas de «Honda Melodía» en la TDT. Bajo la dorada luz de la lámpara estoy yo, sentado en el sofá con un gato dormido sobre las piernas cubiertas con una mantita, un cuenquito de galletitas (67% integrales 14% fibra bajas en azúcar y grasas) al lado y el ebook en la mano con The Heroes, el último de Joe Abercrombie -en inglés, que aún no se ha publicado en españa-, desplegándome sus maravillosos mundos de fantasía.
Todo es tranquilidad y silencio. Estoy haciendo experimentos sobre la manera de hacer durar más las galletitas, que me he jurado a mí mismo un cuenquito sólo. Descubro que lo mejor es colocarla entre los labios, tienen el tamaño de una moneda de 2 euros más o menos, e ir royéndola poco a poco, miguita a miguita, y triturando tranquilamente dichas miguitas, haciéndoles que duren, mientras el resto de la galleta continúa asomando en tu boca como la colilla de un cigarrillo.
No es un sistema que puedas utilizar delante de nadie, pero la soledad es lo que tiene: esos momentos donde puedes mimarte tranquilamente, sin pensar en la cara de tonto que tienes que tener con media galleta asomando de tu boca mientras con el dedo vas apuntando en El Bicho las palabras que no te suenan para invocar al diccionario.
Consu trabaja hasta la noche, el circonito se ha pirado no sé dónde, que se pira poco, pero cuando se pira, se pira y, como en la Moncloa, de momento, no se le espera. Intento despejar qué significado tiene «drawn» como adjetivo aplicado a una espada mientras descubro que si me cambio la galleta un poco a la derecha puedo roerla sólo con el colmillo, por lo que las miguitas son más pequeñas y dura más, cuando ¡PAM, PAM, PAM! Tres golpes en la puerta de la calle.
¿Quién coño puede ser? Lleva todo el día lloviendo y desde que cambiaron la hora ya es casi de noche, o sea, que de visitas paseando nada de nada. Fuera gato, cuenquito al cajón -no sea que sea una visita a pesar de todo y tenga que invitar y eso-, ebook en la mesa, mantita retirada, calcetines dentro de los zuecos de estar en casa (como los de Fran de la Jungla, el imbécil de la tele, pero en color verde-azulado) y abro la puerta.
Fuera está mi suegro vestido de domingo y con la funda de la radial en la mano. «Buenas» me dice, «¿Está ya todo preparado?»
¡Ay, Dios! ¡La cocina! ¡Se me ha olvidado por completo! !Tenemos que preparar la cocina que mañana a primera hora vienen los del granito!
Cuando hicimos la casa hace 20 años de correprisa sin un duro ni tiempo para pensar, en la encimera de la cocina pusimos azulejos blancos. Eran baratos -compramos un retal, que diría mi cuñada-, los podíamos poner nosotros mismos y, desde luego no es algo que se viese mucho por ahí, o sea, originales. Quedaron más o menos bien y han cumplido su misión como campeones todos estos años.
Sin embargo el tiempo pasa para todos, hasta para los azulejos, y había uno rajado, las líneas entre ellos siempre estaban negras con la humedad, dos tenían desportillados fruto de golpes varios y lo que entonces era suficiente, ahora no. No era ninguna urgencia, no, pero había que cambiar. Ya conocéis a mi mujer. Llevaba meses insinuándolo y, en un momento de decisión se lió la manta a la cabeza, y convirtió ese sueño vago en una fuerza de la naturaleza imposible de detener. Pidió presupuestos, consultó profesionales y aficionados, evaluó materiales y colores y al final llegó a una decisión.
Ella me había avisado. El viernes.
Me dijo (léase deprisa): «Vamos a poner Granito, que quiero que dure para toda la vida, ya que nos ponemos es un poco más caro que la madera pero asumible y he llegado a un acuerdo con una empresa de Tobarra que trabaja muy bien según me ha recomendado «El Rubio», que es un carpintero amigo de la hija de mi hermana que le colocó la cocina a mi madre y la dejó muy bien y barata. Así que «El Rubio» los ha acompañado hasta aquí esta mañana, que él ya ha estado antes dos veces este verano buscando a mi sobrina Ana, y hemos quedado de acuerdo con que el Lunes vienen a ponerla a primera hora, por lo que el domingo por la tarde vendrá mi padre a cortar los azulejos, que la piedra exige que haya más espacio por detrás de los fregaderos. Verás cómo queda muy chulo que he estado viendo el catálogo y ….» -continúese como diez minutos o así.
El fin de semana ha tenido turnos completos en los que se levanta, se va, y vuelve, después de doce horas entre usuarios (no hay que decir subnormales, retrasados, deficientes ni nada por el estilo que es políticamente incorrecto) para cenar y acostarse sin muchas ganas de hablar que digamos. Por lo que yo, naturalmente, no me acordaba.
Yo me había planificado mi fin de semana solitario. Entre los planes estaba hacer la cama y fregar los platos, por supuesto… a las nueve de la noche del domingo, que ella sale a las 10. No es que la cocina fuese un desastre total. Cierto que el lavaplatos estaba lleno y sucio, que se me había pasado ponerlo a medio día, y que los platos y sartenes de la comida -bueno, vale, y de la cena anterior- estaban en el fregadero, junto con los vasos llenos de bolsitas de te de las entrehoras. Pero las bolsas de basura del suelo estaban bien cerradas y los gatos sólo habían cavado dos túneles en una de ellas y, así y todo, sólo habían esparcido unas servilletas y las cabezas de las gambas por el suelo.
Veo que mi suegro se queda mirando con cara de póquer y alegremente le digo. «En un momento te despejo todo».
«Bueno mientras yo voy a ver si tal…» y con ésas da media vuelta y se marcha dándome la intimidad y el tiempo que necesito para el tema.
Rápidamente recojo los platos y sartenes y los amontono en la mesa de la comida -no pasa nada, que aún no había quitado el mantel y eso protege la mesa- junto con los que allí había. Ni pensar en ponerlos al lavavajillas, que está lleno. Saco la botella de butano y los mil quinientos botes de pintura, barniz, desengrasantes, aceite de maderas, lejía, lavavajillas, bombona de aceite de oliva, ceras, espátulas, rasquetas, estropajos y bayetas que la dueña de mis día guarda bajo el fregadero y las pongo debajo del tarimón. El cubo de la basura no hace falta, que ya estaba en medio de la cocina y sólo hubo que desplazarlo a la pared.
Microhondas a la mesa. Ahora a por lo gordo. Vamos con el lavaplatos. Ahí empiezan los problemas.
Agarro el armatoste y empiezo a tirar de él. Sale como un metro y se atasca. ¿Qué pasa, joder? Miro por detrás y ¡Ah, claro! tiene tuberías enganchadas a la pared. La del desagüe no pasa nada. Un tirón, un Pop y ya está suelta. La de la toma de agua tiene una piececita con dos pestañitas para desenroscarla de la pared. Me retuerzo entre las tuberías y trato de girarla a izquierdas. No quiere.
Hago más fuerza y me hago polvo los dedos con las pestañitas del pijo. Busco un paño, lo enrosco en la tubería y hago más fuerza con mi mano izquierda, que es la que llega bien. No quiere. Cambio de posición y retuerzo mi brazo para meter la derecha. No quiere. Hago más fuerza aún y mi mano resbala despellejándome un nudillo contra la tuerca de la tubería del agua caliente. Nada.
«Te vas a enterar», le digo al puto tubo. Salgo a la cochera a por la caja de herramientas, mojándome por el camino, que seguía lloviendo a mares. La llave inglesa es demasiado pequeña. Los alicates resbalan. Decido golpear la pestaña con el martillo para que gire un poquito. El martillo se golpea con el desagüe del fregadero y no tiene recorrido. Desmonto los desagües y un olor horrible llena el pequeño espacio. Ahora sí puedo golpear. Golpeo. La pestañita se rompe y sale disparada rebotando en la pared con el gato, que se ha acercado a ver qué es tanto lío, detrás.
Ahora sí que estamos bien. Miro con cara de tonto el grifo que se ríe de mí mientras me quito el sudor y la lluvia que me caen por la frente. Mi suegro va a volver de un momento a otro y voy a quedar como un imbécil aquí mirando el tubo dichoso mientras el gato se me sube y baja de la espalda. «A grandes males grandes remedios». Abro la navaja y me dispongo a cortar el tubo y mañana ya veremos. Entonces se me ocurre una cosa «¿Y el otro extremo del tubo? ¿Cómo va enganchado?
Aparto al gato, me tumbo boca abajo en el suelo y miro. El otro extremo tiene una llave igual, con sus dos pestañitas y está en sitio aún más difícil. «Pues estamos bien», no obstante meto la mano y hago fuerza. La llave gira sin problemas y se suelta. Un chorro de agua sale del odioso aparato e inunda la tarima flotante resistente-a-todo-menos-al-agua, el ojito derecho de mi mujer.
«¡Joder! !La tarima!», me levanto de un salto, bueno, casi, y salgo al jardín a buscar la fregona. Como no tiene sitio fijo y ya es de noche, tardo un poquito en encontrarla y, mientras, me mojo aún más. Vuelvo, aparto al gato que se la estaba bebiendo, y recojo toda esa agua. Desplazo el lavavajillas, que suelta más agua con cada movimiento, a la otra parte de la cocina y vuelvo a pasar la fregona. Por fin.
Ahora los fogones. Salen sin problemas de su alojamiento revelando que la goma del butano caducó en 2004. No problema, mañana compro otra.
Los fregaderos no me dan miedo, que este verano tuvimos que cambiar el grifo y aprendí cómo van sujetos y me acuerdo de cómo los desmonté y los volví a colocar en su sitio. Echando luego silicona para que no gotease el agua en la botella de butano y alrededores al fregar.
Mucha silicona.
Hay que ver qué bien pega la silicona. Se agarra la jodía sí. Me paso los siguientes diez minutos raspando, cortando, serrando, pellizcando, estirando y espantando al gato una y otra vez, hasta que después de romper la punta del cuchillo, el jodío fregadero sale de su sitio. Me vuelvo triunfante y veo a mi suegro con la radial en la mano mirándome con cara… dudosa. «¡Ya está!», exclamo triunfante. No dice nada.
Rotulador, regla y a medir. Cuatro centímetros aquí, cinco allí. y la radial empieza a hacer su tarea entre un ruido espantoso y una nube de polvo que espantan al gato como si fuese el fin del mundo.
Yo miro la cocina, que a estas alturas parece víctima de un bombardeo y puedo ver que la niebla de polvo que todo lo hace borroso va dejando una capa rojiza sobre absolutamente toda la cocina. Desde la barra para colgar los cazos hasta las hojas de las plantas, desde los adornos hasta las sartenes sucias y grasientas, todo queda cubierto de un polvillo que recuerda ciertas escenas del 11-S en Nueva York.
Me retiro cono disimulo, me voy al comedor y me meto en la boca tres o cuatro galletitas de golpe para consolarme.
A la mañana siguiente me cruzo en la puerta con los Tobarreños cuando voy, sin desayunar ni lavarme ni los dientes que no hay agua ni queda un vaso limpio, a trabajar. A media mañana me escapo y compro otra goma de butano nueva, un poco más larga que la otra, que cambiar de botella era un poema. Cuando llego a casa ellos han terminado su parte. La encimera está colocada y muy bien colocada, por lo que puedo apreciar.
Mi mujer está radiante. Ella los recibió, los puso a currar y los dejó solos en la casa. Ha pasado la mañana presentándose voluntaria para que hagan experimentos con su cara, previa firma de aceptación de responsabilidad, una multinacional de cosméticas y acaba de llegar. Comemos como podemos y «Colócalo todo para cuando vuelva», me dice mientras se va a trabajar en su turno de tarde.
Nuevamente sólo frente al desastre. La cocina sigue absolutamente bombardeada, añadiendo los restos de la comida a lo que ya había. Pero, bueno, ahora no hay prisa. Tengo toda la tarde por delante. Coloco, desplazo, conecto, atornillo, siliconeo, ordeno, quito el polvo, friego todo lo sucio y lo limpio-pero-lleno-de-polvo que había, sin más bajas que la punta de un dedo despellejada con una esquina de la chapa del fregadero. Hasta hago la cama y para cuando ella regresa todo está en orden de revista.
El resultado es… bueno… queda bien. Es bonito y negro y brillante y todo eso. Yo me había hecho la idea de un gris claro, por aquello de granito. Pero es negro y cada miguita de pan que dejes se ve a siete metros de distancia. Eso no me mola. El blanco era mucho más… elástico. Más acorde con mis planificaciones de fin de semana, ya me entendéis. Donde antes era bayetita y se acabó, ahora preveo largos frota-frota insatisfactorios en busca del negro perdido o algo así.
Ella está encantada. Os dejo las fotos. Juzgad vosotros mismos.
jajajaja…..eres único e irrepetible!!. Ha quedado preciosa y no te preocupes que en el color negro no se ven los líquidos 😉
Bueno, vale, las manchas de café quedan más disimuladas, eso sí. Las de leche no. Definitivamente no.
animo, que ha quedado chulo. No me digas que lo que te asusta es el cambio.
No, si cambiado ya está… lo que me asusta son las broncas migueras previsibles.
Muy chulo el poyo.¿Saldrá en el suplemento de «El Pais» del domingo? A mi también me gusta más el gris. Te va a durar para toda la vida. Puedes hacer paellas encima y no se rompen. Poner la olla o la cafetera recién sacada del fuego. El mármol se rompería. Aguanta los ácidos (limón, vinagre…)y no absorbe aceite. Incluso puedes seducir a tu santa y hacerle la escenita del cartero siempre llama dos veces, ya sabes, los dos llenos de harina…
Oye, ¿lo de la radial?… ¿Sabes si los albañiles tienen alguna especie de, no se, orgasmo, o espasmo muscular, o yo que sé con la radial?. ¿Tu sabes si en las instrucciones dice?.- No avisar al implicado/cliente de la zorrera que se va a montar. Porque mi padre era albañil, y no veas como lo dejaba todo donde iba.
Te has vuelto un prolijo. Ya estás entre Corín Tellado y Marcial Lafuente jaja. Le decia Tola a la Carmen Maura: .- Nena, tu vales mucho.