Cuando menos te lo esperas…

La botella de agua que Taza lleva detrás de la pantalla de su moto estaba ya hecha un bloque sólido cuando llegamos Orihuela del Tremedal. Es un pueblo, creo, más grande que el anterior, en el que Impronunciable había besado la nieve. Al menos esa es la sensación que te produce, de ser interminable, cuando llegas a él en medio de la noche con un frío del demonio y descubres que en este pueblo tampoco han quitado la nieve de las calles.
Lo malo es que ahora ha transcurrido casi una hora desde el pueblo anterior, la temperatura ha caído, la noche avanza poco a poco y lo que era un barrillo de nieve pisoteada se ha convertido en una placa de hielo sólido y resbaladizo de tres dedos de grosor.
Avanzamos como podemos, entre resbalones y derrapadas hasta una pequeña plaza en la que hay un bareto lleno hasta los topes de orihuelanos. Todos ellos felices, supongo de no tener que salir a la calle en una noche como ésta y, celebrándolo, supongo también, a base de carajillos y partidas de dominó.
Paramos en la plaza, yo lo hago a la entrada de la plaza, a la derecha. Obi, que con su Harley va cerrando la marcha con los intermitentes de avería puestos, me rebasa lentamente. Puedo ver las llamas azules que lleva serigrafiadas en el motor y tomo nota mental de hacerle el chiste de si las llamas han sido siempre azules o se han puesto así del frío.
Hay un pequeño bache en la nieve y su rueda trasera se mete en él. La moto se detiene y Obi acelera. Puedo ver girar la rueda a toda velocidad, sin tracción ninguna hacia delante, desplazarse lentamente hacia la derecha. “Si agarra la rueda de repente la moto le va a dar un salto hacia delante”-pienso-, pero antes de que pueda advertirle, parece que él se da cuenta, disminuye la aceleración y empujando con la piernas y acelerando más suave consigue cruzar la plaza y situarse tras las tres o cuatro motos que han parado frente al bareto.
Taza y alguien más han entrado a preguntar por la carretera a seguir, que el Tom-Tom les indicaba una calle estrecha y en cuesta imposible de pasar si no llevas ruedas de clavos, por lo menos. Mientras tanto, los demás hemos bajado de las motos y comentamos un tanto asustados el estado de las calles de los dos últimos pueblos.
-¡Pues como tengamos que pasar muchos pueblos y estén todos así, vamos aviados! -me dice no recuerdo quien.
Aquí tenéis que perdonarme la falta de memoria y la inexactitud de algunas cosas que estoy contando, pero cuando uno vive una experiencia tan intensa como fue este viaje, hay cosas que saltan a un primer plano y difuminan todas las demás.
Salen del bar y nos confirman que el camino a seguir es continuar por la misma carretera por la que hemos llegado hasta la plaza. Miro el camino indicado y puedo ver que inmediatamente nos aguarda una calle bastante ancha, en una pendiente de unos 5 ó 6 grados cuesta arriba… total y absolutamente cubierto de nieve pisoteada, derretida, congelada, vuelta a pisotear, vuelta a derretir y vuelta a congelar. Es decir, una placa de hielo contínua con un espesor de por lo menos cuatro dedos.
Seryei, que desde que salió de su casa lleva atadas en el asa del asiento trasero de su moto un puñado de bridas de electricista, (Se supone que si rodeas las ruedas con bridas y les bajas un tanto la presión, hacen el efecto de cadenas y se puede ir mejor por el hielo), mira preocupado la calle. Duda y mira a Taza.
-¿No es momento de poner las bridas?- pregunta.
-No vale la pena, -le digo.- Es sólo esta calle hasta salir del pueblo, luego las carreteras están bien.
Me mira con dudas y no dice nada cuando alguien más me da la razón, volvemos a montar en las motos y enfrentamos la cuesta.
Es una cuesta que traza una ligera curva. A la izquierda tiene una gasolinera y un descampado vallado de alambre de unas obras. Está muy mal iluminada y eso hace que desde abajo no se vea prácticamente el final.
Como no podía ser menos, Taza es el primero que se atreve a subir, puedo ver su luz roja iniciando la marcha. Detrás de él va Banditdo con su VTR 1.000 de más de cien caballos. Detrás de él voy yo. Iniciamos la marcha. A Taza le he perdido de vista, totalmente atento a lo que Banditdo va haciendo delante de mí.
La Honda está teniendo muchos problemas, no sé si es un exceso de tracción en la rueda o que sus ruedas de carretera se portan peor que las mías, pero puedo ver cómo la rueda patina una y otra vez, como antes la de Obi, mientras Banditdo hace todo lo posible por no caerse con ella. Mi V-Strom, sin embargo sube de maravilla.
Adelanto a Banditdo, porque no puedo hacer otra cosa. Cuando vas así por el hielo cualquier movimiento, cualquier giro o vacilación te lleva al suelo, y si paras o frenas… ¿Quién te asegura que podrás volver a arrancar?
Llevo los dos pies extendidos, pero sin tocar el suelo, voy en primera al ralentí y la V sube como un tractor, sin tirones, sin vacilaciones. Su motor suena un pelín bronco, imagino que es por el esfuerzo que hace a bajas revoluciones, pero los bajos de esta moto son una maravilla y sube, sube, sube. Unos cincuenta metros más arriba rebaso la gasolinera y puedo ver al dependiente mirándome con cara de asombro.
Subo, subo, todo va bien, parece fácil… de repente la rueda delantera se me va y el manillar se me tuerce totalmente a la izquierda. Pongo el pie izquierdo en el suelo e intento evitar que la moto caiga para ese lado, pero la moto se inclina y al hacer fuerza giro el acelerador. La rueda trasera se acelera enormemente. La moto cae al suelo y me arrastra con ella.
He caído sobre mi costado izquierdo sin que la pierna quede debajo de la moto. Puedo ver frente a mi cara cómo el intermitente se desintegra en un montón de pedacitos de plástico y de hielo y siento cómo la rueda trasera, girando a toda velocidad, hace que la moto gire en el suelo sobre su eje iniciando un trompo. Me doy cuenta de que aún agarro el acelerador, lo suelto y la rueda se detiene y con ella el giro de la moto. Las ruedas han quedado en la parte alta de la cuesta y el manillar y el asiento en la parte baja, donde me encuentro yo.
Me levanto, el motor sigue en marcha. Me agacho y pulso el botón de corte de encendido para pararlo. Miro a mi alrededor. Nadie. Con la mala luz diviso al inicio de la cuesta a Banditdo junto a algún otro, pero están demasiado lejos y metidos en sus propios problemas. Dudo que se hayan dado cuenta siquiera de mi caída.
Ni soñar con levantar la moto, al estar inclinada hacia mí queda más tumbada que si estuviese horizontal. Aún así me agacho, intento sujetarla de la maneta izquierda y del asa del asiento trasero, comienzo a hacer fuerza. Se mueve unos centímetros…pero imposible levantarla.
En ese momento me acuerdo de que mis problemas de salud de la semana pasada no están curados por completo y que un esfuerzo puede hacer que me vuelvan las hemorragias nasales. Decido esperar a que llegue alguien. Me levanto. Miro mi moto, ahí caída y me da una mezcla de tristeza y rabia. Todo ese aire de velocidad, de libertad, de potencia que tiene cuando está de pié se convierte en todo lo contrario cuando está tumbada, se convierte en un trasto, un caballo con la pata rota… yo qué sé.
Las luces siguen encendidas y pienso que la gasolina se estará saliendo por el tapón. Busco las llaves y las giro para quitar el contacto.
Vuelvo a mirar a mi alrededor y veo que se acercan a mí el gasolinero y un señor que pasaba por la acera de enfrente. Y que me pregunta si estoy bien.
-Sí, por favor, ayúdenme a levantarla
Entre los tres conseguimos ponerla en pie, bajo la pata de cabra y siento un alivio extraño al verla otra vez sobre sus ruedas.
-¡Pero hombre! ¿Cómo se os ocurre salir con este tiempo?… ¡y en moto además! –exclama el gasolinero, que estoy seguro que lleva deseando soltar esa frase desde que vio a Taza pasar frente a él.
Yo estoy mirando la moto por si se ha hecho algo más. El intermitente trasero también está roto. La estribera no, gracias a dios. Ni la palanca de cambios. Conejudo. No ha sido nada. El gasolinero continúa con su cantinela de duda sobre nuestro estado mental.
-Las carreteras están bien. Llevamos 200 kilómetros sin problemas. Es sólo en este pueblo donde está todo lleno de nieve. -Omito la palabra puto, que me ha venido a la boca, pero es su pueblo y el hombre, al fin y al cabo, me acaba de ayudar- ¿cómo es que no quitáis la nieve o echáis sal? –Le pregunto. El hombre pone cara de circunstancias, se encoge de hombros y dice:
-El Alcalde no nos deja echar sal. Dice que se estropea el pavimento…- y vuelve a encogerse de hombros. Siento como empiezo a enfadarme pero no puedo descargarlo contra el pobre hombre, que no tiene culpa de nada.
Y fue en ese momento cuando me sucedió lo que para mí ha sido el mejor momento de toda la ruta, justo en el peor sitio, justo después de caerme, justo cuando me estoy enfadando porque he roto los intermitentes, porque un político imbécil no mira más allá de su presupuesto y porque aquí estoy, teniendo que aguantar la incredulidad y la incomprensión de dos desconocidos, cuando me giro y me encuentro a Mikli, a “Mi” Mikli que ha subido la cuesta corriendo cuando ha visto que me había caído.
Llega, no recuerdo si me pregunta algo, y me da un abrazo. Un abrazo preocupado, espontáneo, sincero y aliviado. Sólo dura un segundo, pero me hace el efecto de un bálsamo tranquilizador. No es sólo un abrazo, es el saber que no estás solo, el saber que hay quien te quiere, el notar que tus compañeros están ahí, el comprender que todo esto que estamos haciendo tiene sentido, concentrado en un solo gesto físico.
No le digo nada. No es momento y entre hombres machotes esas cosas no se hablan, pero es un abrazo que no olvidaré mientras viva, por lo inesperado, por lo espontáneo, por todo lo que implicaba en aquél momento de intensidad extraordinaria.
Estos relatos van sobre motos y moteros, pero más aún hablan de la amistad, del compañerismo, de lo fuerte que unen estas experiencias compartidas. Ese instante, ese abrazo, lo viví como la esencia destilada de todo eso que llevábamos viviendo en todas esas horas intensas y de lo que nos quedaba por delante.
Volví a subir a mi Strom que terminó de subir la maldita cuesta sin un titubeo, sin una vacilación. Aparqué en la salida del pueblo, tras la moto de Taza, y poco a poco fueron llegando los demás. Cada uno traía su propia historia, tan intensa o más que la que os he contado. No las viví de primera mano y por tanto no os las puedo transmitir.
La cuesta se cobró su precio. No fui el único en caer, Seryei, Banditdo y Joserra cayeron conmigo en esos 200 metros infernales. Por Seryei me sentí ligeramente culpable, tal vez si hubiese puesto esas bridas, que se volvió a llevar a su casa sin poner, no hubiese roto el intermitente. Perdóname amigo.
Más adelante vendrían esos malos momentos, tras la caída de Ginés, en los que el grupo estuvo dividido, el resto del viaje por carreteras heladas, la tiritona, el hotel, las risas, el calor, la cena, las medallas, el día siguiente, la comida…
Creo que no voy a escribir más sobre este viaje. No merece la pena porque no soy capaz de transmitir lo que allí ocurrió. Necesitaría docenas de relatos como éste para meterlo todo y aún así sería algo pálido al lado de lo que vivimos aquél fin de semana doce moteros, doce portalmoteros, doce amigos, en las heladas Sierras de éste viejo país, de esta España que cada día, a medida que voy conociendo sus rincones y sus gentes, voy amando más.