Crujía el hilo del teléfono que nos unía en aquella conversación como lo hacen las tensas sogas que unen un barco al puerto. Tu voz, desde kilómetros lejana, olía a mañana casera, a tostadas con aceite y rutina de quehacer cotidiano. La mía, tensa por la prisa de ser joven y por el afán de no dar cuentas a nadie olía a café de cafetería.
Y eran nuestros alientos dos vientos opuestos, forzados en unión absurda, que hacían gemir la madera de la obra muerta de aquella nave a la que, ahora lo sé, no quedaba tiempo de travesía ni puerto seguro.
Entre aquellas frases banales estaba la certeza de que ambos hacíamos lo que era necesario hacer, y la tristeza de ver cómo matábamos al hacerlo aquello que nos unía, y el miedo a estar equivocados sabiendo que no había marcha atrás.
Mucho tiempo después, cuando hube aprendido a defenderme de la risa y del olor de la muerte y me atreví a repasar lo que entonces había ocurrido, comprendí que el ruido de estática de aquella línea era el ruido que hacen los finales definitivos, las palabras no dichas, los sentimientos no reconocidos y todo lo que el tiempo mata sin remedio.
Y desde entonces está también la rabia, la puta e impotente rabia de no haberlo sabido reconocer a tiempo.