Una lata vacía rueda por el suelo del coche. Pegatinas quemadas por el sol cubren la ventanilla trasera. Ninguna compasión a los kilómetros aplastados por las ruedas junto con la seca carcasa de algún gato miles de veces atropellado. Sólo una estela de humo azul es testimonio de tu paso por esa carretera mojada bajo ese cielo gris que recorres y que te alimenta desde hace tanto tiempo, como si fueras un parásito en el lomo de una serpiente infinita.
Harta, dejaste el anillo sobre la mesa miles de kilómetros atrás, y aunque desde entonces todas las gasolineras parecen siempre la misma y empiezas a llamar «mi cama» al asiento trasero y tu estómago se rebela por tanta comida de lata, todavía es mejor el horizonte eterno que aquellas paredes de madera y todavía vale la pena sentir el viento, sólo el viento, golpeándote la cara.