naufragio
El capitán de la nave no puede hundirse con el barco cuando el barco se hunde en un palmo de agua. El hombre mira hacia abajo y se desespera buscando una muerte gloriosa. Siempre soñó morir abrazado al palo de su bandera, clavando con su martillo un ala de cormorán para unir cielo y agua en un rito solitario y glorioso… pero no hay agua suficiente. No hay tiburones rondando y, agotados los intentos de desencallar, lo único que le queda al capitán es bajarse de su barco con los pantalones remangados, chapoteando en la arena y el agua con los calcetines y los zapatos en la mano para llegar a la playa y volverse a mirar su querido barco, el motivo de su vida, ridículamente atascado y ladeado en la arena. Luego se gira, mira la isla solitaria a la que ha arribado tan por sorpresa, tan sin querer.
¿Qué viene ahora? No hay un «Manual del Náufrago Sorprendido» en su mochila. ¿Construir una cabaña? ¿Explorar la isla? ¿Ir dando ridículos gritos de «¡Eo!¿Hay alguien ahí?»?