Hace unas semanas se discutía, no sé donde, el tema de cómo los distintos se atraen mientras que los iguales acaban pidiendo los papeles del divorcio hartos de chocar uno con otro en tantos lugares comunes. No es una teoría a la que me apunte al 100 por 100, pero de cómo los opuestos se complementan y completan, dejadme que os cuente una anécdota:

La camarera es bajita, pelín, pelín regordeta y con un acento marroquí no demasiado marcado. Una sonrisa blanca contrasta con el moreno de su piel bajo un tupé orgulloso y desafiante. Es una auténtica preciosidad de ojos brillantes ante los cuales, imagino, sólo soy otro cliente de mediana edad, gordo, canoso y solitario.

Los compañeros de trabajo lo han intentado. Me han acogido todo lo acogedoramente que se puede acoger a un compañero de trabajo que se ha desplazado a tu ciudad. Me dan conversación y comen y cenan conmigo en los baretos que tienen buen menú y que sólo ellos conocen, como buenos guías nativos de la ciudad que me toca visitar. Pero no pueden evitar, no serían humanos si lo hiciesen, las furtivas miradas a los relojes, las llamadas de teléfono y las referencias en su conversación a una vida privada que les pide ser atendida.

El tema es que al final, después de dos o tres días, te encuentras cenando solo en uno de esos baretos y así continúa siendo hasta que vuelves a casa. Hoy es el cuarto día, espero que el último, que paso en esta ciudad instalando y configurando ordenadores y sistemas a toda pastilla. Empiezo a ansiar volver a casa, a sentirme solo y a dejarme llevar por cierto estado de desarraigada melancolía de tanto verme solo en lugares públicos.

La camarera pasa por mi lado en dirección a la barra y no puedo menos que fijar mi vista en la complicada y elemental danza de sus caderas. Son un pelín gruesas de más y le falta definición en el trasero. Mi chica está más buena…

… y en aquél momento, como sucede a veces, nació un poema en mi interior. Veréis, la poesía es algo con lo que coqueteo de vez en cuando. Estrictamente en privado y sólo para mis ojos (y los de mi hijo mayor, pero eso es otra historia). No soy ni seré un buen poeta. No tengo ni la pasión ni la paciencia para elaborar buenos poemas pero amo las palabras. Hay veces que una frase, una palabra sola, se aferran a mí me invitan a bailar con ellas.

En este momento no tengo lápiz, por lo que repito en mi interior una y otra vez los dos versos que me han venido a la mente. Es un poema platónico, en el más puro sentido de la palabra. ¿Recordáis el mito de la caverna de Platón? Permitidme que os lo refresque. Pido perdón por el rollo, pero es que no puedo dejar que el poema hable sólo, ya que no está -ni estará nunca me temo- escrito:

Intentando ilustrar su convencimiento de que la perfección está en el mundo de las ideas y de que lo que llamamos realidad no es sino un reflejo de aquella perfección, Platón creó una imagen bastante poética en la que el ser humano es una especie de espectador en un cine cósmico: Imaginad unas personas que han sido encadenadas en una caverna mirando la pared del fondo desde su nacimiento. No pueden girar la cabeza y todo lo que ven son las sombras de las cosas reales que se pasean por la boca de la cueva. Al ver una sombra de un caballo la llamarían “caballo” inconscientes de que no es el auténtico caballo, real y perfecto….

Bien, pues mirando aquellas caderas bailando frente a mí, sentí ser en cierto modo uno de esos seres: Todas esas mujeres que pasaban frente a mí no eran más que sombras de la única mujer real de mi vida, toda esa promesa que lleva en sí misma cada mujer apenas un vago reflejo de la promesa hecha realidad que paseaba por la boca de la caverna de mi vida.

Pido un café y observo a mi camarera, y a sus caderas, alejarse hacia la barra mientras mi espíritu se emborracha de palabras y emociones. Unos versos difusos rondaban mi mente y comienzo a jugar con ellos mientras tomo el café.

“…y aquí, encadenado frente al estúpido muro de la distancia,
todas las caderas son tus caderas,
todas las mujeres tu reflejo…”

Salgo del bareto con Platón cogido del brazo y una nube de palabras revoloteando como mosquitos insistentes sobre nuestras cabezas. En esta ciudad de provincias las 11 de la noche de un jueves es el desierto más puro. Ha llovido y el sonido de mis pasos rebota por las paredes de las calles estrechas y juega con los charcos… Entre tanto verso, metáfora y prosopopeya interior me siento más dulcemente sólo y melancólico que nunca: El mundo es un laberinto solitario y mojado donde soy el único ser vivo que se mueve entre fantasmas platónico-cavernícolas, los gatos son mis compañeros y las nubes el límite de mi horizonte…

… y me suena el teléfono.

Doy un respingo y desciendo de mi nube de adolescente poesía.

Es ella.

“¿Que haces?” me pregunta

Yo intento transmitirle algo de esa agridulce poesía que su ausencia despierta en mí y le digo en modo misterioso mientras Platón me guiña un ojo:

“Acabo de terminar de cenar en un bar donde todas tenían tus caderas y tus pechos.”

Una avalancha de «realidad de la buena» surge del teléfono:

“¡¿Otra vez pensando en tetas y culos?!” – exclama entre pícara y divertida. Yo miro a Platón y me encojo de hombros. -“¡Vaya guarrete que estás hecho! – continúa. Platón recoge su toga y los restos de dignidad que le quedan y se pierde caverna adentro. -«En cuanto te pille mañana te voy a apañar para una temporada, que no te puedo dejar sólo, cerdito mío.” – Las metáforas huyen despavoridas calle abajo lanzando grititos de horror. Mientras, ella sigue lanzándome ladrillos de realidad:

“Oye ¿dónde está la carpeta con cheques de Adeslas? Que tengo que llevar al chiquillo al médico mañana y no la encuentro…” -Los gatos se esconden tras los contenedores y desde allí me miran entre asombrados y compasivos- “Esta mañana he ido a echar gasolina y la tarjeta no me funcionó…” – La melancolía presenta su dimisión y se pira de un portazo.

“Mira que eres bestia” -no puedo menos que decirle- “¿No ves que era algo poético?”

“¿Poético?¡Anda ya! que todas tus poesías acaban siempre en las tetas, jodío…”

No recuerdo el resto de la conversación, tan sólo que llegué al hotel con una sonrisa bien real en la cara y que dormí toda la noche de un tirón.

Queda ilustrado el tema: Ni somos iguales ni maldita falta que hace. Ella no es perfecta, no, pero en este crucero por la vida es un ancla a la realidad real -perdóname Platón- absolutamente necesaria para alguien como yo, tan dado a perderme en mundos abstractos.