El vendedor de coches tiene un resfriado de caballo. De caballo resfriado, por supuesto. Lleva una bufanda de color granate que le abriga el cuello e intenta mantener los congestionados ojos abiertos mientras se le cierran bajo la luz de los cinco millones de tubos fluorescentes del enorme concesionario de Hyundai.

-Este es Jorge, mi marido. Este es Jose, mi vendedor de coches-, nos presenta mi mujer.

Yo estrecho su mano mientras recuerdo aquello de que los resfriados se contagian con las manos y él emite algún sonido nasal indescifrable.

Después suena el teléfono de mi esposa que se retira un poco mientras le cuenta a no sé quién que “nos” estamos comprando un coche en ese preciso momento. Se produce un incómodo silencio entre el pobre vendedor y yo.

Aprovecho para preguntarme cómo he llegado a verme metido en esta situación sin comerlo ni beberlo.

Hace dos días yo sólo quería ver el rugby tranquilo frente a la estufa, perdón, chimenea, con una copita de buen coñac en la mano. Cuando llegué a casa después de una comida de empresa, ella se había ido a hacer no sé qué compras con mis hijos mayores. Faltan unos pocos días de nochebuena y yo tenía unos días de vacaciones. Me había prohibido pasar a menos de cinco metros de ningún ordenador durante esos días para combatir el estrés. Estaba sólo en casa y tenía grabado el colosal Munster contra Leicester de la TDT, la chimenea llenita de troncos y toda la tarde para mí. Un lujazo, oiga.

Apenas llevan unos minutos de juego, a Leicester todavía le estaba costando centrarse en el partido y Munster presiona como sólo ellos saben con su pesada delantera, cuando se abre la puerta de la calle y oigo voces y risitas. Muchos años de convivir con ella me han levantado una serie de alarmas bien afinadas. No son risitas normales -¡Warning!¡Warning!- pero no consigo identificar la clase de peligro que me acecha. Comienzo a buscar excusas para decir que no al plan de ir de juerga o algo así que, sospecho -iluso de mí-, que me traen preparado.

Se demoran en la entrada. Malo

Finalmente entra ella con una sonrisa entre temerosa, avergonzada y malvada de oreja a oreja. Sujeta algo a su espalda y emite más risitas indescifrables. Se mantiene a unos prudentes dos metros de mí -más Malo, más Warning-. Mis hijos no pasan al salón, se quedan en la entrada con una sonrisa dubitativa en la cara -Peor-. Ella abre el fuego:

-¡Cariño!¿A que no sabes que he hecho?

Mis alarmas interiores pasan de “¡Warning!¡Warning!” a “¡Danger, Coño!¡Danger!”

-No-. Miro por encima de su hombro a mis hijos. Han retrocedido un paso más. Cobardes.

-¡Te vas a reír cuando te lo diga!- dice.

-Lo dudo ¿Qué escondes ahí detrás?

Retrocede un paso más -Las alarmas pasan de “¡Danger, danger! a ¡Joer, joer!”-y repite sin perder la sonrisa:

-¡Adivina lo que me he comprado!

-¡Yo qué sé! Déjate de acertijos y dime lo que llevas ahí detrás.- le digo mientras pienso, ay, que si lo lleva en la mano no puede ser muy caro.

-¡Un coche!¡Me he comprado un coche!¡Un Hyundai Sonata! ¿Qué te parece?

Un cierto eco de un rumor de cafeteras cayendo del cielo parece venir de la tele. La miro y mi subconsciente percibe que Munster acaba de ensayar y me lo he perdido.

Ella me mira. Soy consciente de que se espera de mí apoyo, no permiso. Si manifiesto desacuerdo, malo, si falsa alegría, peor. Se espera de mí algún tipo de reacción. Lo sé. Pero ¿qué decir sin ser sarcástico? Además hay algo raro en ella y en mis hijos… algo no cuadra del todo, pero no lo identifico de momento.

Personalmente no creo que necesitemos un coche nuevo. Cierto que el pobre Accent está bastante cascao de chapa y pintura, pero de motor va bien, aunque haya perdido fuerza después de los 240.000 kilómetros. Y de mecánica para qué decirte, dejando a parte ese ruido horrible que hace la caja de cambios en primera y segunda, va como la seda… No, definitivamente no creo que sea momento de cambiar de coche, que estamos en plena crisis, coño.

Ella sigue esperando aunque su sonrisa empieza a titubear. Mis hijos retroceden otro paso en la entrada, están ya casi en el pasillo. Si no digo algo pronto acabarán metidos en el cuarto de baño.

-Bueno… tú misma. Si crees que lo puedes pagar-. Digo en el tono más neutro que puedo encontrar en mi interior.

-¡Es que es precioso!- dice mientras su sonrisa se reafirma en tamaño, calidad y brillo- Tengo los folletos ¿Quieres verlos?- y saca, al fin, las manos de detrás de la espalda. Varios papeles y folletos me miran desde los dos metros de distancia que ella todavía no se a atrevido a disminuir.

¡Ah, no!¡De ninguna manera! Si entro a hablar de dinero, de prestaciones y de colores, estoy dando por sentado la premisa mayor, a saber: «¿Hay que comprar un coche?» No puedo entrar en su juego, todavía no, al menos.

De mi hijo sólo puedo ver un ojo y media nariz entre la penumbra de la entrada. Intuyo, por ello, que algo tiene que ver en el tema, pero no pregunto nada, ya me enteraré. Sin duda.

-No. Ya veré el coche en persona cuando te lo den… si es que lo compramos.

Inmune al desaliento avanza, por fin, los dos pasos que la separan de mí y se sienta en el sofá. Mis hijos aprovechan para entrar en el salón con sus sonrisas bien anchas. Es una encerrona en toda regla y hay algo que me sigue pareciendo raro, que no cuadra…

De pronto, al ver a mi hijo mediano, percibo lo que no me cuadraba, el elemento extraño no identificado. Alcohol. Mi hijo mayor parece normal, pero el mediano ha bebido y su madre también.

¿Se ha ido a comprar un coche yendo medio pedo? No me lo puedo creer…

(Continuará…)